Pensar, después de Darwin, impide pensar como si Darwin no hubiera existido. Obliga a situar las cuestiones científicas, filosóficas y teológicas en un nuevo terreno de juego con reglas diferentes. Implica atreverse a pensar en serio el hecho de la contingencia radical de la naturaleza, incluida la naturaleza humana. Pero supone también ir más allá de Darwin, incorporando las aportaciones recientes de las ciencias empíricas que corroboran, a la vez que corrigen y enriquecen, el darwinismo originario. La teoría evolutiva debe, por una parte, abrirse a nuevas formulaciones, incorporando teorías actuales que desbordan el mecanismo simple de la selección adaptativa y que surgen desde la propia ciencia; por otra, acoger las cuestiones abiertas que se plantean en los límites de la ciencia; cuestiones que apelan al valor y sentido de las teorías científicas, en este caso de la teoría de la evolución, y que el método científico no puede responder coherentemente. Anular las preguntas o declararlas sin sentido parecería más ideológico que científico. Propio de la buena ciencia es el reconocimiento de los propios límites, el rigor metodológico y la honestidad intelectual. Además, para que sea buena ha de incorporar un plus de valor y de sentido que emerge de las fronteras inagotadas de la ciencia. Si es legítima la pregunta por el sentido de la evolución, lo es porque el animal humano no se resigna a vivir con conciencia extrañada (en) una naturaleza que, ajena e indiferente a su suerte, le niega el sentido que, paradójicamente, ha hecho emerger en él como cuestión. El Gran Relato de la Evolución seguirá narrándose mientras el animal humano siga pensando la evolución con un final abierto e imaginativo; mientras sea contado, no solo como el relato de una Naturaleza Ciega, sino como el relato de la Naturaleza Humanada.
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