Cada mañana, desde hace cuatro años, Aidan despierta a Eileen con un tenue beso en los labios; mientras esta abre lentamente sus ojos, azules y grises, Aidan deposita en la mesita de noche, rústica, wengué, una bandeja de desayuno perfectamente dispuesta: frutas exóticas troceadas y artísticamente dispuestas en un enorme bol, leche fresca, nueces peladas y tostadas de pan negro acariciadas por una delgada y uniforme capa de miel. Cada mañana, cuando Eileen separa, por primera vez, sus anaranjadas pestañas y observa la espléndida bandeja sobre la mesita de noche, tiene la costumbre de agarrar, suave pero firmemente, a su marido por la corbata -siempre de color liso, pues este odia los estampados, que le resultan demasiado llamativos-, lo atrae hacia sí y le devuelve un beso blando, también en los labios. Lo que ella aún no sabe es que Aidan prefiere, también aquí, pasar desapercibido, prefiere que ella, simplemente, se fije en su desayuno y no en él.
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