El Altiplano, la vasta tundra que va del Cusco al lago Titicaca, el mar en la cima del mundo. Hacia el oeste cae en un abismo hacia el Amazonas, la húmeda jungla en la que la vida sigue evolucionando y mutando. Allí, la naturaleza es una conjugación del verbo comer. Es donde la vida depende de comer otra vida, y la vida y la muerte están ligadas y son inseparables.
Pero hay otra forma: nuestro camino espiritual, en el que la vida es una conjugación del verbo crecer. Recuerdo cómo mi mentor Inca me decía que no sólo estamos acá para cultivar maíz, sino para cultivar dioses. Somos dioses en proceso. Comenzamos como luz del sol, y ahora nuestra especie puede soñar, dividir genes y tomar parte directamente en la alquimia de la vida. Tenemos un cerebro que nos ayuda a hacer esto, a tener una experiencia de la consciencia misma. Ahora debemos flexionar el músculo de la consciencia para soñar la existencia del mundo, para visualizar aquello en lo que nos estamos convirtiendo y rastrear el destino colectivo de nuestra especie.
Me agacho para atarme los cordones de las botas. La tierra es rocosa y dura, varios centímetros de la superficie están congelados. A más de 4000 metros de altura, el sol sólo entibia la capa superior de la tierra. Mi bota está junto a un diente de león. Su flor amarilla está cerca del suelo; se ha adaptado a la altura dejando de lado su tallo para que el viento no lo dañe.
El cerebro-dios… estoy convencido de que la meditación es el método que los sabios de oriente utilizaron para tener acceso al poder de este cerebro. Para nosotros, en occidente, sólo sirve como medio de relajación. Para los Laika, la meditación consiste en viajar; es el primer paso hacia acceder a lo divino de la naturaleza y de nosotros mismos. En el “ahora sin tiempo”, el destino cuelga como una fruta madura que podemos coger. Esta es la fruta del segundo árbol del Edén, la fruta de la vida eterna.
Camino de regreso al Edén. La energía que el sol vierte sobre la tierra pasa por mí como la sangre que fluye por mis venas. Levanto la mirada hacia las montañas distantes, hacia mi destino, hacia las aguas madre del Amazonas, hacia la vertiente de la cual nace.
Pero hay otra forma: nuestro camino espiritual, en el que la vida es una conjugación del verbo crecer. Recuerdo cómo mi mentor Inca me decía que no sólo estamos acá para cultivar maíz, sino para cultivar dioses. Somos dioses en proceso. Comenzamos como luz del sol, y ahora nuestra especie puede soñar, dividir genes y tomar parte directamente en la alquimia de la vida. Tenemos un cerebro que nos ayuda a hacer esto, a tener una experiencia de la consciencia misma. Ahora debemos flexionar el músculo de la consciencia para soñar la existencia del mundo, para visualizar aquello en lo que nos estamos convirtiendo y rastrear el destino colectivo de nuestra especie.
Me agacho para atarme los cordones de las botas. La tierra es rocosa y dura, varios centímetros de la superficie están congelados. A más de 4000 metros de altura, el sol sólo entibia la capa superior de la tierra. Mi bota está junto a un diente de león. Su flor amarilla está cerca del suelo; se ha adaptado a la altura dejando de lado su tallo para que el viento no lo dañe.
El cerebro-dios… estoy convencido de que la meditación es el método que los sabios de oriente utilizaron para tener acceso al poder de este cerebro. Para nosotros, en occidente, sólo sirve como medio de relajación. Para los Laika, la meditación consiste en viajar; es el primer paso hacia acceder a lo divino de la naturaleza y de nosotros mismos. En el “ahora sin tiempo”, el destino cuelga como una fruta madura que podemos coger. Esta es la fruta del segundo árbol del Edén, la fruta de la vida eterna.
Camino de regreso al Edén. La energía que el sol vierte sobre la tierra pasa por mí como la sangre que fluye por mis venas. Levanto la mirada hacia las montañas distantes, hacia mi destino, hacia las aguas madre del Amazonas, hacia la vertiente de la cual nace.