De pequeño, el agudo Marcel se veía en la tesitura de pasear por el camino de Guermantes o por el que discurría delante de la casa de Swann, acepciones que encabezarán sendos libros de la monumental "A la búsqueda del tiempo perdido". Ahora bien, la decisión de elegir uno u otro itinerario no correspondía al chaval, sino a los adultos. El auténtico dilema se producirá durante uno de esos paseos y afectará directamente al niño Proust, por cuanto deberá despejar una disyuntiva. El pequeño rumia si seguir o no un camino muy particular: el de la escritura.
Todo comenzó en el valle africano de Laetoli, hace cuatro millones de años. O así lo atestigua el descubrimiento realizado en 1976 por Mary Leakey y su equipo. Cierto día que excavaban en busca de restos humanos encontraron las huellas fósiles de tres homínidos que caminaban en la misma dirección; individuos adaptados para andar erguidos y que lo hacían sin la urgencia de la caza o la huida. Gracias a las cenizas del cercano volcán Sadiman quedaron congeladas para la posteridad las primeras huellas de lo más parecido a un paseo que se conoce. Desde aquel episodio tan lejano en el tiempo hasta el más lejano en el espacio, el de Armstrong por la Luna, han mediado muchos pasos. La mayoría por obligación –el pie ha sido y es el vehículo del pobre-, pero no han faltado los nacidos del placer asociado a ellos, el paseo.
Los sabios lo convirtieron en un arte asociado al pensar. Corresponde a los de la Antigüedad griega haber hecho filosofía paseando, y a los de la romana mostrarse paseando, interactuando con el entorno para resultar modificados por él. Sobrevino una época oscura donde casi no se podía pasear –la Edad Media- y desde el s. XVI se empezó a pasear mucho. Tanto, que se fueron dando paseos como los de ver y dejarse ver, los de recolectar plantas o minerales… y el paseo se fue asentando. Vivió una etapa de melancolía con los románticos para desembocar en un paseante llamado Baudelaire que sentó las bases del paseo moderno y lo incardinó a la ciudad moderna que nacía bajo sus pies. Javier Mina, que triunfó en 2013 con "Montaigne y la bola del mundo" (Berenice), explora en este nuevo ensayo el devenir del paseo en la cultura universal, y al inexcusable rigor y aparato crítico une su ya proverbial amenidad y clarividencia.
Todo comenzó en el valle africano de Laetoli, hace cuatro millones de años. O así lo atestigua el descubrimiento realizado en 1976 por Mary Leakey y su equipo. Cierto día que excavaban en busca de restos humanos encontraron las huellas fósiles de tres homínidos que caminaban en la misma dirección; individuos adaptados para andar erguidos y que lo hacían sin la urgencia de la caza o la huida. Gracias a las cenizas del cercano volcán Sadiman quedaron congeladas para la posteridad las primeras huellas de lo más parecido a un paseo que se conoce. Desde aquel episodio tan lejano en el tiempo hasta el más lejano en el espacio, el de Armstrong por la Luna, han mediado muchos pasos. La mayoría por obligación –el pie ha sido y es el vehículo del pobre-, pero no han faltado los nacidos del placer asociado a ellos, el paseo.
Los sabios lo convirtieron en un arte asociado al pensar. Corresponde a los de la Antigüedad griega haber hecho filosofía paseando, y a los de la romana mostrarse paseando, interactuando con el entorno para resultar modificados por él. Sobrevino una época oscura donde casi no se podía pasear –la Edad Media- y desde el s. XVI se empezó a pasear mucho. Tanto, que se fueron dando paseos como los de ver y dejarse ver, los de recolectar plantas o minerales… y el paseo se fue asentando. Vivió una etapa de melancolía con los románticos para desembocar en un paseante llamado Baudelaire que sentó las bases del paseo moderno y lo incardinó a la ciudad moderna que nacía bajo sus pies. Javier Mina, que triunfó en 2013 con "Montaigne y la bola del mundo" (Berenice), explora en este nuevo ensayo el devenir del paseo en la cultura universal, y al inexcusable rigor y aparato crítico une su ya proverbial amenidad y clarividencia.