En los tiempos antiguos, aquellos de los que ni siquiera ya los más ancianos siquiera guardaban memoria, hombres e inmortales dragones, habían compartido una misma tierra.
Durante siglos, fue la suya una existencia pacífica. Los primeros demasiado débiles como para pretender superar a sus vecinos reptilianos, los segundos considerando a los meros mortales, no más que pequeñas y débiles criaturas, no mucho más evolucionados que los animales que eran sus presas.
Pero, un hombre, un mortal, y una hembra de dragón, rompieron las reglas no escritas, que habían regido la existencia de ambas razas desde el albor de los tiempos.
Los dragones, poderosos dominadores de las artes arcanas, entre otras habilidades que guardaban celosamente en secreto, lejos del conocimiento de los humanos, podían transformarse a voluntad en cualquier criatura animada que desearan.
Pero éste poder, conllevaba un precio arriesgado y caro a pagar. Un dragón, que adoptara la forma de un mortal, no era menos débil ni menos vulnerable que éste, hasta que recobrara su verdadera naturaleza.
Y la segunda condición, es que si pasaban más de un día completo en otra forma que no fuera la suya por la naturaleza, no se quedarían en ella para siempre.
Si la Luna se alzaba en el horizonte y todavía no habían retomado la forma de la bestia, nunca podrían volver a ser quienes eran, debiendo mantener su nuevo cuerpo sin remedio, por todo el resto de su existencia mortal.
Normalmente, los mortales demasiado temerosos, rehuían el contacto con los dragones, pero un joven, de nombre Imesoj, que en la lengua de su pueblo significaba “el de hermosas palabras”, no albergaba el miedo que sus congéneres profesaban a los reptiles.
Del mismo modo, los dragones no se interesaban por los mortales, excepto una hembra, a la que llamaban Aseret, que en la lengua de los dragones significaba “la que contempla las estrellas”.
Ésta es la historia, de Imesoj el bardo y Aseret, la dragona…
Durante siglos, fue la suya una existencia pacífica. Los primeros demasiado débiles como para pretender superar a sus vecinos reptilianos, los segundos considerando a los meros mortales, no más que pequeñas y débiles criaturas, no mucho más evolucionados que los animales que eran sus presas.
Pero, un hombre, un mortal, y una hembra de dragón, rompieron las reglas no escritas, que habían regido la existencia de ambas razas desde el albor de los tiempos.
Los dragones, poderosos dominadores de las artes arcanas, entre otras habilidades que guardaban celosamente en secreto, lejos del conocimiento de los humanos, podían transformarse a voluntad en cualquier criatura animada que desearan.
Pero éste poder, conllevaba un precio arriesgado y caro a pagar. Un dragón, que adoptara la forma de un mortal, no era menos débil ni menos vulnerable que éste, hasta que recobrara su verdadera naturaleza.
Y la segunda condición, es que si pasaban más de un día completo en otra forma que no fuera la suya por la naturaleza, no se quedarían en ella para siempre.
Si la Luna se alzaba en el horizonte y todavía no habían retomado la forma de la bestia, nunca podrían volver a ser quienes eran, debiendo mantener su nuevo cuerpo sin remedio, por todo el resto de su existencia mortal.
Normalmente, los mortales demasiado temerosos, rehuían el contacto con los dragones, pero un joven, de nombre Imesoj, que en la lengua de su pueblo significaba “el de hermosas palabras”, no albergaba el miedo que sus congéneres profesaban a los reptiles.
Del mismo modo, los dragones no se interesaban por los mortales, excepto una hembra, a la que llamaban Aseret, que en la lengua de los dragones significaba “la que contempla las estrellas”.
Ésta es la historia, de Imesoj el bardo y Aseret, la dragona…