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    Por M. Á. Bastenier

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    El Tour y yo

    Una vez escribí mediocremente en broma que el centro y norte de Europa deberían renunciar a organizar competiciones en verano en favor de España porque la climatología amenazaba siempre con arruinarlas, mientras que aquí la bendita sequía producía cuando menos ese rédito inigualable. Pero había y hay una excepción, el Tour de Francia, ‘la grand boucle’, porque los elementos tan intempestivos como quieran ser son parte consustancial de esa extraordinaria competición ciclista. El gran deporte de la bicicleta, esencialmente católico por el recogimiento confesional que propicia la alta sierra, está gravemente dividido en dos: el Tour y todo lo demás. Igual que el ciclismo español se divide en dos: antes y después de Federico Martín Bahamontes, ‘el águila de Toledo’ que ganó la carrera francesa y paneuropea en 1958, el primero en coronar la hazaña.

    Sí, ya sé que el mayor ciclista español de todos los tiempos es un navarro excepcional llamado Miguel Induráin, que ganó cinco veces seguidas el Tour, pero sin Bahamontes no habría existido Induráin. Bahamontes no era un ciclista completo, en la contra reloj competía sin ilusión, sabiéndose técnicamente inferior, sobre todo contra monstruos como Jacques Anquetil –también quíntuple vencedor en la carrera y juntoa Fausto Coppi, lo más desorbitado que ha dado el deporte de las dos ruedas– pero era el mayor loco de la ruta que jamás se haya inventado. Su superioridad cuando la carretera mostraba la primera y aun leve inclinación era insultante, y su temperamento el de un artista, el Dalí de la bicicleta, que si es apócrifa la anécdota de que tras escalar uno u otro Tourmalet se paró en la cima a comerse un helado porque no le gustaba bajar solo desde tan alto, merecería ser verdad porque el toledano era así. Por ello su solitario Tour tiene incluso más mérito que los de Anquetil, Mercks, Hinault e Induráin –los únicos con cinco entorchados en París- porque lo difícil era ganar con la montaña como exclusivo argumento.

    Federico Martín fue un jalón imprescindible hasta la cúspide de Induráin y el dominio contemporáneo de Alberto Contador –ganador de dos Tours, y uno que le han estafado– porque, aunque el ciclismo siempre tuvo buen predicamento en España, fue ‘el águila’ el que incendió y encendió las masas. Su tiempo, no por casualidad, era el del primer plan de desarrollo, el fin de la autarquía, el segundo ciclo de una dictadura que por fin comprendía que había tratar de imitar, al menos económicamente, a Europa. Y España salía entonces de un abismal atraso deportivo, inicialmente en aquellos deportes con rica recompensa económica. En los primeros años 60 Manolo Santana ganaba dos veces Roland Garros en la arcilla parisina, España se proclamaba campeona de Europa de fútbol, con aquel tan vitoreado gol de Marcelino, y alguien descubría que a los españoles no se les daban mal los 1.500 m., la carrera atlética reina de los Juegos, aunque hasta 1992, Barcelona, Fermín Cacho no se colgara del cuello esa medalla. Con el intervalo de un español que hablaba con fuerte acento gabacho, Luis Ocaña, y un presunto lector de libros de Segovia, Perico Delgado, que también hicieron su Tour, llegó Induráin, tampoco por casualidad, cuando España se creía entre los masters del Universo, para ratificar una serie ininterrumpida de victorias, que ahora que por fin se ha desposeído a Lance Armstrong de sus siete Tours mal habidos –como me aseguraban que así era mis colegas de ‘Le Monde’, pero sin pruebas para publicarlo– le convierten en el mayor ciclista de todos los tiempos, habida cuenta de que los otros cuatro atlantes vencieron en París en orden alterno y no de una sola tacada como el parco navarro. Si, también sé que si vamos a los palmarés el belga Eddy Merckx lo tiene inigualable, pero ya he dicho que el ciclismo tiene dos caras: la del Tour y la otra, cualquiera que ésta sea.

    Alberto Contador que, bien es verdad que en tiempos de ciclismo relativamente bajos, podría luchar por acercarse a la marca de Induráin, tendrá este julio de 2013 la oportunidad de demostrar que el clembuterol no llegó por su mano a su dieta cotidiana, y darnos una alegría a los españoles hoy que el sueño desarrollista, culminado en el cambio de siglo, se recuerda casi como un espejismo. Lo más parecido a un intelectual que he conocido como ciclista, el francés Laurent Fignon, ganador de dos Tour, tras una etapa particularmente cruenta de sol y abandonos, respondía a un informador que le preguntaba cómo había pasado la jornada, con un lacónico: “En byciclette”. El mejor epílogo para la mejor carrera.

    M. Á. Bastenier
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