Cuando se habla despectivamente de una persona obesa se dice que está grasiento, seboso, o que parece una foca, animal éste que también es famoso por su reserva de grasa. Parece como si nuestro instinto y ganas de hacer chistes, tuvieran ambos las cosas claras al considerar que las grasas son las únicas culpables de la obesidad, desplazando incluso a la también desprestigiada caloría. Pero, ¿es cierta su mala fama o es sólo una manipulación comercial para que consumamos más alimentos pobres en grasas? Después de los ataques a las calorías, a la sal, al azúcar, las hamburguesas y al inocente pan, no nos extrañaría que tampoco las grasas fueran las culpables de todos nuestros males. A fin de cuentas, no hace mucho nos decían que el pescado azul era perjudicial para el hígado y que las pastas italianas engordaban.
La errónea interpretación sobre el papel de las grasas es que se sigue hablando de ellas sin establecer distinciones, procedencias y manera de consumirlas. Un ejemplo de ello es la recomendación de hacer los filetes “a la plancha”, eliminando así de la dieta la única grasa verdaderamente saludable: el aceite.
Que las grasas son tan necesarias para la salud como las proteínas nadie lo duda (necesitamos al menos un 15% del total de la dieta), pero siempre y cuando no se consuman en cantidad exagerada, aunque nadie está hoy en día seguro de cuál es esa cantidad que se puede considerar excesiva, ni de qué tipo. En este sentido, no es lo mismo una grasa procedente de un animal mamífero que otra procedente de un pescado azul o de un aceite vegetal. Todas son grasas, pero las diferencias en cuanto a propiedades saludables son muchas y por ello no se las puede meter a todas en el mismo saco, como tampoco es igual freír un aceite que tomarlo en crudo.
Y siguiendo por este camino, también hay grandes diferencias entre un trozo de tocino mezclado con salchichas de cerdo, un bocadillo de jamón cocido o un suculento helado de nata. Todos son alimentos ricos en grasas pero nuevamente con sensibles e importantes diferencias. Por ello es importante saber que aunque hay que moderar el consumo de las grasas, deberemos diferenciar las recomendables de las perjudiciales.
Si pensamos que el instinto natural es algo a potenciar y a no menospreciar, deberíamos razonar porqué los alimentos dulces y las grasas de procedencia animal (cerdo, cordero…) constituyen un plato exquisito para la mayoría de las personas, superando incluso al resto de los alimentos conocidos. La apetencia de los niños y los ancianos por los dulces es bien conocida, como lo es el gusto por los platos ricos en grasas para los adultos. Una comida que se precie tiene que estar condimentada con algo de grasa, ya que de otra manera se convierte en insípida y difícil de tragar, del mismo modo que un banquete no estará completo si le falta el postre dulce.
Algún secreto deben tener las grasas para que sean apetitosas, a pesar de que en principio las consideremos perjudiciales para la salud. Lo curioso del caso es que por separado, aisladamente, no son un plato exquisito y hasta podríamos considerarlo como algo desagradable. Una cucharada de aceite de oliva puro requiere cierta dosis de entusiasmo para ser bebida sin más, lo mismo que un trozo de panceta frita sería poco agradable sin su correspondiente pan, huevos o salchichas. La grasa, por tanto, es apetitosa mezclada con otros alimentos, pero desagradable de forma aislada y sin cocinar.
La errónea interpretación sobre el papel de las grasas es que se sigue hablando de ellas sin establecer distinciones, procedencias y manera de consumirlas. Un ejemplo de ello es la recomendación de hacer los filetes “a la plancha”, eliminando así de la dieta la única grasa verdaderamente saludable: el aceite.
Que las grasas son tan necesarias para la salud como las proteínas nadie lo duda (necesitamos al menos un 15% del total de la dieta), pero siempre y cuando no se consuman en cantidad exagerada, aunque nadie está hoy en día seguro de cuál es esa cantidad que se puede considerar excesiva, ni de qué tipo. En este sentido, no es lo mismo una grasa procedente de un animal mamífero que otra procedente de un pescado azul o de un aceite vegetal. Todas son grasas, pero las diferencias en cuanto a propiedades saludables son muchas y por ello no se las puede meter a todas en el mismo saco, como tampoco es igual freír un aceite que tomarlo en crudo.
Y siguiendo por este camino, también hay grandes diferencias entre un trozo de tocino mezclado con salchichas de cerdo, un bocadillo de jamón cocido o un suculento helado de nata. Todos son alimentos ricos en grasas pero nuevamente con sensibles e importantes diferencias. Por ello es importante saber que aunque hay que moderar el consumo de las grasas, deberemos diferenciar las recomendables de las perjudiciales.
Si pensamos que el instinto natural es algo a potenciar y a no menospreciar, deberíamos razonar porqué los alimentos dulces y las grasas de procedencia animal (cerdo, cordero…) constituyen un plato exquisito para la mayoría de las personas, superando incluso al resto de los alimentos conocidos. La apetencia de los niños y los ancianos por los dulces es bien conocida, como lo es el gusto por los platos ricos en grasas para los adultos. Una comida que se precie tiene que estar condimentada con algo de grasa, ya que de otra manera se convierte en insípida y difícil de tragar, del mismo modo que un banquete no estará completo si le falta el postre dulce.
Algún secreto deben tener las grasas para que sean apetitosas, a pesar de que en principio las consideremos perjudiciales para la salud. Lo curioso del caso es que por separado, aisladamente, no son un plato exquisito y hasta podríamos considerarlo como algo desagradable. Una cucharada de aceite de oliva puro requiere cierta dosis de entusiasmo para ser bebida sin más, lo mismo que un trozo de panceta frita sería poco agradable sin su correspondiente pan, huevos o salchichas. La grasa, por tanto, es apetitosa mezclada con otros alimentos, pero desagradable de forma aislada y sin cocinar.