A Coruña no es una ciudad: en realidad es una novela. Bajo la torre de Hércules, el faro romano, yace la calavera del gigante Gerión y esa calavera está en las tapas de todas nuestras alcantarillas. Un día de lluvia cerrada, conseguí ver un pedazo de su mondo y blanco parietal: era casi tan grande como la cúpula de Montmartre. Cesar fue el siguiente turista destacado. Encabezó una escuadra para someter a los coruñeses; pero cuando les escuchó decir que no eran barcos, que todos aquellos mástiles eran un bosque deslizándose por los mares, presintió la dificultad de convencerles de su formidable poder y se dio la vuelta. Hay más. En Inglaterra darán mucho jabón a Drake y sus piratas; pero sepa que en esta orilla del mar una solitaria ama de casa, María Pita, le tizno el jubón a cañonazos. Un par de siglos más. Sir Jhon Moore y Napoleón también se liaron a tiros delante de nuestras murallas en una especie de Dunkerke avant la lettre. El inglés cayó como un héroe y le erigimos un romántico cenotafio con las que nos parecieron sus últimas palabras: “Españoles, intentad imitar a los inimitables gallegos”. Se dice que las pronunció después de muerto. Porlier, el primer liberal, camino del patíbulo en un serón de paja; doña Emilia Pardo Bazán, la única escritora que soporta y supera la comparación con Cervantes, presidiendo en estatua masiva nuestros jardines; Franco y su capital de verano. Cuando salía a pescar, el dictador no se conformaba con una sardina; de su barco, el Azor, colgaban tres o cuatro ballenas. Hay quien dice que lo hacía por competir con Musolini pero yo creo que el “viento de Riazor”, un viento de locura, también había conseguido aflojar su sesera implacable. Ese viento de locura que abatirá los Messerschmitt, cuyas esvásticas, se esconden aun hoy tras la maleza de nuestro cementerio marino.
Esta novela transcurre en A Coruña y los sucesos que narra son tan creíbles como cualquier otro de los ya contados. Los que empezó como un simple caso de corrupción política, la sustracción y venta de abastecimientos públicos, acabó con un rosario de muertes por nada y a causa de nada. Una auténtica hecatombe sin causas fisiológicas: los múltiples testigos fueron desapareciendo uno tras otro por simple “apagado del botón de la vida”. Forenses dixerunt. Podría pensarse que estábamos en el año 72, cuando los retratos de Hitler aun ensuciaban la plaza de María Pita; pero llegó la democracia y tampoco se aclaró nada. Un novelista tiene que echarle valor para contar estas cosas: la realidad que supera a la ficción te arruina cualquier esfuerzo. Y sin embargo, tengo la acuciante sensación de haber asistido a aquel Juicio de la C.A.T.; sí, el mismo día en que descubrí el parietal de Gerión. Créeme, de verdad, tras poner la palabra “FIN” me ha quedado el mismo sentimiento de culpabilidad que si te hubiese contado una mentira de las más gordas.
Esta novela transcurre en A Coruña y los sucesos que narra son tan creíbles como cualquier otro de los ya contados. Los que empezó como un simple caso de corrupción política, la sustracción y venta de abastecimientos públicos, acabó con un rosario de muertes por nada y a causa de nada. Una auténtica hecatombe sin causas fisiológicas: los múltiples testigos fueron desapareciendo uno tras otro por simple “apagado del botón de la vida”. Forenses dixerunt. Podría pensarse que estábamos en el año 72, cuando los retratos de Hitler aun ensuciaban la plaza de María Pita; pero llegó la democracia y tampoco se aclaró nada. Un novelista tiene que echarle valor para contar estas cosas: la realidad que supera a la ficción te arruina cualquier esfuerzo. Y sin embargo, tengo la acuciante sensación de haber asistido a aquel Juicio de la C.A.T.; sí, el mismo día en que descubrí el parietal de Gerión. Créeme, de verdad, tras poner la palabra “FIN” me ha quedado el mismo sentimiento de culpabilidad que si te hubiese contado una mentira de las más gordas.