El español no suele pecar de xenófobo; por el contrario, en demasiadas ocasiones parece sentir horror de sus compatriotas, de sus vecinos, de los otros españoles. Y en algunos es una emoción tan intensa que puede llegar hasta el rechazo de sí mismos. Un viejo chiste referido a algunos pueblos europeos describe gráficamente su comportamiento al tratar de alcanzar un premio colocado en lo más alto de una cucaña. Los ingleses miran a su campeón sin mover un solo músculo; los franceses, por el contrario, animan al suyo con gritos atronadores; los italianos además empujan a su compatriota hacia arriba con todo tipo de artimañas; los españoles simplemente lo agarran de los pies para obstaculizar su subida.
Nuestro desamor a España trata de encontrar la razón de esa peculiar incomodidad de sentirse españoles buscando sus posibles causas. Son muchas las conjeturas que pueden hacerse. Algunos de los más ilustres historiadores e intelectuales que se han aproximado al problema han coincidido en que nuestro particularismo puede hundir sus raíces en la Edad Media.
Solo el pasado nos permite entender el presente, un presente que el discurso tradicional nos ha venido ofreciendo, sin embargo, como una acumulación de datos y hechos sin discusión posible. Pero para acercarnos con garantías a nuestro ayer histórico necesitamos previamente —según expresión de Ortega y Gasset— “desprendernos de esas ideas ineptas y, a menudo, grotescas que ocupan nuestras cabezas”. A ello pretende contribuir este ensayo.
Nuestro desamor a España trata de encontrar la razón de esa peculiar incomodidad de sentirse españoles buscando sus posibles causas. Son muchas las conjeturas que pueden hacerse. Algunos de los más ilustres historiadores e intelectuales que se han aproximado al problema han coincidido en que nuestro particularismo puede hundir sus raíces en la Edad Media.
Solo el pasado nos permite entender el presente, un presente que el discurso tradicional nos ha venido ofreciendo, sin embargo, como una acumulación de datos y hechos sin discusión posible. Pero para acercarnos con garantías a nuestro ayer histórico necesitamos previamente —según expresión de Ortega y Gasset— “desprendernos de esas ideas ineptas y, a menudo, grotescas que ocupan nuestras cabezas”. A ello pretende contribuir este ensayo.