Fue durante la sesión anual número quinientos de la Sociedad Gastronómica de Berlín que el presidente, Herr Prosit, hizo a sus socios la famosa invitación. Claro que la sesión era un banquete. Durante los postres había surgido una acalorada discusión sobre la originalidad en el arte culinario. La época era mala para todas las artes. La originalidad se hallaba en decadencia. También había decadencia y laxitud en la gastronomía. Todos los productos de la cuisine llamados “nuevos” eran simples variaciones de platillos ya conocidos. Una salsa distinta, una forma ligeramente diferente de condimentar o de sazonar —así se distinguía el platillo más reciente del que existía antes de él—. No había verdaderas novedades. Había tan sólo innovaciones. Todas estas cosas fueron deploradas durante el banquete con unánime clamor, en tonos variados y con diversos grados de vehemencia.
Si bien en la discusión había calor y convicción, también había entre nosotros un hombre que sin ser el único que estaba callado, era el único cuyo silencio se hacía más notorio, pues de él, más que de todos, era de esperar una intervención. Este hombre era, evidentemente, Herr Prosit, quien presidía la sociedad y la reunión. Herr Prosit fue el único que no mostró interés en la discusión —su actitud no implicaba falta de atención, pero sí ganas de permanecer en silencio—. Se sentía la falta de autoridad de su voz. Estaba pensativo. Él, Prosit, estaba callado, estaba serio —él, Wilhelm Prosit, presidente de la Sociedad Gastronómica.
El silencio de Herr Prosit fue, para la mayoría de los hombres, algo extraño. Parecía (sirva la comparación) una tempestad. El silencio no le sentaba bien. Estar callado iba contra su modo de ser. Y, tal como la tempestad (para continuar con la comparación), si alguna vez guardaba silencio, éste era un descanso y un preludio a una explosión más grande que todas. Tal era la opinión que se tenía de él.
El presidente era un hombre notable por muchas razones. Era un hombre alegre y saludable, pero todo esto con una vivacidad anormal, con un comportamiento ruidoso que parecía revelar una disposición permanentemente antinatural. Su sociabilidad parecía patológica; su espíritu y sus chistes, sin tener de ninguna forma un aspecto forzado, parecían impelidos desde dentro por una facultad del espíritu que no es la facultad de la gracia. Su amor parecía falso, su agitación naturalmente postiza.
En compañía de los amigos —y tenía muchos— mantenía una corriente constante de diversión, todo él era alegría y risa. Pero es de observar que este hombre extraño no revelaba en los rasgos habituales del rostro una expresión de diversión o de alegría. Cuando dejaba de reírse, cuando se olvidaba de sonreír, parecía, por el contraste que mostraba el rostro, caer en una seriedad que no era natural, algo hermanada con el dolor.
Si bien en la discusión había calor y convicción, también había entre nosotros un hombre que sin ser el único que estaba callado, era el único cuyo silencio se hacía más notorio, pues de él, más que de todos, era de esperar una intervención. Este hombre era, evidentemente, Herr Prosit, quien presidía la sociedad y la reunión. Herr Prosit fue el único que no mostró interés en la discusión —su actitud no implicaba falta de atención, pero sí ganas de permanecer en silencio—. Se sentía la falta de autoridad de su voz. Estaba pensativo. Él, Prosit, estaba callado, estaba serio —él, Wilhelm Prosit, presidente de la Sociedad Gastronómica.
El silencio de Herr Prosit fue, para la mayoría de los hombres, algo extraño. Parecía (sirva la comparación) una tempestad. El silencio no le sentaba bien. Estar callado iba contra su modo de ser. Y, tal como la tempestad (para continuar con la comparación), si alguna vez guardaba silencio, éste era un descanso y un preludio a una explosión más grande que todas. Tal era la opinión que se tenía de él.
El presidente era un hombre notable por muchas razones. Era un hombre alegre y saludable, pero todo esto con una vivacidad anormal, con un comportamiento ruidoso que parecía revelar una disposición permanentemente antinatural. Su sociabilidad parecía patológica; su espíritu y sus chistes, sin tener de ninguna forma un aspecto forzado, parecían impelidos desde dentro por una facultad del espíritu que no es la facultad de la gracia. Su amor parecía falso, su agitación naturalmente postiza.
En compañía de los amigos —y tenía muchos— mantenía una corriente constante de diversión, todo él era alegría y risa. Pero es de observar que este hombre extraño no revelaba en los rasgos habituales del rostro una expresión de diversión o de alegría. Cuando dejaba de reírse, cuando se olvidaba de sonreír, parecía, por el contraste que mostraba el rostro, caer en una seriedad que no era natural, algo hermanada con el dolor.