Era el año 1994, en la primavera Touk, el fuerte guerrero de la tribu armec - una rama de la araucana, ya casi totalmente extinguida- caminaba por las planicies occidentales de los Andes, cazaba con su arco y flechas venados, alpacas y muchos animales salvajes más, todos de gran poder alimenticio. Los exuberantes ríos eran inagotables fuente de peces que sabía sazonar con infinidad de raíces comestibles y medicinas vegetales.
Su rostro imponente estaba curtido por el sol y sus músculos eran notablemente fuertes. Erguido con ese talante común entre la gente de su raza. Sabía huir hábilmente de las fieras y enfrentarse a ellas cuando era impostergable hacerlo. En el dorso desnudo tenía como esculpidas las huellas de las garras de un Jaguar que lo había abrazado, dejándolo marcado por ambos costados para siempre.
Sobre el brazo izquierdo llevaba un gavilán, que le servía para cazar y alimentarse de aves y detrás de él, lo seguía como su sombra su fiel perro, fiero y grande, pardo, de andar ligero y de aspecto huesudo, de un olfato tan fino que no había presa que se le escapara.
Aquel hombre solitario y parco en el hablar, era un niño cuando veía algún cachorro desvalido, lo tomaba entre sus brazos y lo alimentaba disfrutando intensamente de ello, hasta que el huérfano podía valerse por sí mismo.
El día en que cayeron las primeras lluvias, un hermoso jaguar le salió al paso, pero él le sobó su cabeza, para luego verlo alejarse. Cuando escalaba con dificultad una colina empinada, vio que por el otro lado del risco que salía humo de donde se miraba un poblado indígena. Recorrió la distancia que lo separaba del lugar y al llegar escuchó los quejidos lastimeros de un niño. Después de una semana de prodigarle cuidados, el pequeño despertó preguntando por sus padres y familiares. Toda su pequeña tribu de escasa veintena de miembros había sido aniquilada. El pequeño en idioma español dijo:
¿Y mis padres?
Su rostro imponente estaba curtido por el sol y sus músculos eran notablemente fuertes. Erguido con ese talante común entre la gente de su raza. Sabía huir hábilmente de las fieras y enfrentarse a ellas cuando era impostergable hacerlo. En el dorso desnudo tenía como esculpidas las huellas de las garras de un Jaguar que lo había abrazado, dejándolo marcado por ambos costados para siempre.
Sobre el brazo izquierdo llevaba un gavilán, que le servía para cazar y alimentarse de aves y detrás de él, lo seguía como su sombra su fiel perro, fiero y grande, pardo, de andar ligero y de aspecto huesudo, de un olfato tan fino que no había presa que se le escapara.
Aquel hombre solitario y parco en el hablar, era un niño cuando veía algún cachorro desvalido, lo tomaba entre sus brazos y lo alimentaba disfrutando intensamente de ello, hasta que el huérfano podía valerse por sí mismo.
El día en que cayeron las primeras lluvias, un hermoso jaguar le salió al paso, pero él le sobó su cabeza, para luego verlo alejarse. Cuando escalaba con dificultad una colina empinada, vio que por el otro lado del risco que salía humo de donde se miraba un poblado indígena. Recorrió la distancia que lo separaba del lugar y al llegar escuchó los quejidos lastimeros de un niño. Después de una semana de prodigarle cuidados, el pequeño despertó preguntando por sus padres y familiares. Toda su pequeña tribu de escasa veintena de miembros había sido aniquilada. El pequeño en idioma español dijo:
¿Y mis padres?