El hombre ante el olvido de Dios

La pregunta por la existencia de Dios es, tal vez, la pregunta más importante que puede hacerse un ser humano. Es la pregunta primera, no porque sea la primera pregunta que se realice, sino por la relevancia de la misma para la vida de todo hombre. Su vida, su caminar cotidiano por esta tierra, adquirirá características completamente contrapuestas, ya sea que realice dicha pregunta y conviva con ella, o ya sea que no la realice y la ignore completamente. Esto significa que puede vivir el hombre, si quiere, como si dicha pregunta no existiera, es decir, como si no hubiera un cuestionamiento tal para él. La ausencia de la pregunta no elimina en el hombre la incógnita y la incertidumbre por el fundamento de su origen último y por las características de su destino final. La respuesta a dicha pregunta, o el recorrido mismo de buscar una respuesta, es capaz de cambiar la vida de la persona que la realiza de un modo tal, que ya no volverá a ser la misma. Y no hablamos aquí simplemente de encontrar una respuesta, sino, al menos, de plantear la pregunta que lleva al ser humano a cuestionarse por su causa primera y esencial. Es decir, hablamos aquí del preguntarse del hombre por la causa última que explique, en definitiva, la razón de su existencia. Se trata, entonces, de preguntar por Dios y vivir con la pregunta presente, dado que el hombre no tiene a la mano ninguna explicación completamente satisfactoria cuando se cuestiona por su origen más allá de la materia.
El ser humano, necesariamente, ante la conciencia de su existencia precaria, una existencia que no parece poder explicarse completamente a sí misma, es sutilmente invitado a preguntarse por el origen de la misma. Pero no se habrá de preguntar solamente por el origen físico de su vida, sino también y esencialmente por su origen metafísico. De este modo, no es solamente importante para el hombre conocer su procedencia dentro del mundo físico, sino también encontrar una respuesta final a la incógnita de su origen metafísico. Ambos caminos deben ir de la mano, el físico y el metafísico, pero este último ha de tener preponderancia sobre el primero, pues es el único camino capaz de encontrar respuestas finales a algunas de los siguientes cuestionamientos existenciales que duermen dentro del corazón de todo ser humano, y que aguardan a ser respondidos: ¿Por qué existo yo si no encuentro en mí mismo la necesidad de mi existencia? ¿Por qué soy, si podría no ser? ¿Por qué existo, si todo lo que hay en mí no implica necesariamente mi existencia sino que, más bien y al contrario, se contrapone a ella? ¿Por qué el ser que viene de la nada y es, casi, una nada, un buen día salió de allí para existir? ¿Por qué existe el que no tiene derecho a existir? Estas preguntas no encuentran respuestas finales y conclusivas en las explicaciones habituales que nos proveen el mundo físico y el mundo de las ciencias positivas.
Por otro lado, si no encontramos en nosotros mismos la causa necesaria de nuestra existencia —puesto no que nos damos la existencia a nosotros mismos—, es menester tener que buscar dicha causa fuera de nosotros, como dijimos. Pero en este ir más allá de nosotros, tenemos que ir obligatoriamente más allá de lo contingente, de lo que no encuentra en sí mismo la necesidad metafísica de su existencia aunque sea externo a nosotros. Ese es el camino de la búsqueda de Dios al que todos estamos llamados, entendido Este como causa última y absoluta de mí y de todo lo existente. Dicho camino se encuentra, lamentablemente, poco transitado en nuestros tiempos. Han crecido allí arbustos que lo hacen poco transitable. Nos hemos olvidado de Dios y vivimos, no solo ante la ausencia de Dios, sino también ante la ausencia de la pregunta por Dios. Ni siquiera nos preguntamos por la causa última y completa de nuestra tambaleante existencia.