El jardín japonés como construcción cultural del paisaje natural no es un fenómeno aislado, pese a tratarse de un hecho de cultura que ha conservado su individualidad en el transcurso de los siglos desde su implantación en Japón procedente de China. Más bien al contrario, la necesidad de comprenderlo comparativamente desde diferentes perspectivas y culturas parece haberse intensificado con el giro geográfico experimentado en las ciencias sociales durante las dos últimas décadas. El jardín japonés se entiende popularmente como una obra de arte, cuya representatividad contribuye a la construcción de una identidad cultural propia, por medio de la cual se escenifica una proyección social del sujeto o individuo perteneciente a la cultura que lo ha creado. La resonancia polisémica que sugiere su nombre lo convierte en una especie de arquetipo local y universal, que no puede abordarse separadamente sin tener en cuenta sus antecedentes y su finalidad, por ser la expresión de un enjambre de manifestaciones que define o identifica la complejidad de una cultura como la nipona. El arte de los jardines es indisociable de la idea de representación, tanto por el valor simbólico de sus elementos compositivos como por el carácter parlante que por lo general se les atribuye, sea cual sea la esencia de su decir y lo que éstos pueden llegar a comunicar. Por un lado, es una construcción espacial y geográfica que responde a una manera de entender el mundo o cosmología; y, por otro, la representación abreviada de un cosmos que es la expresión de una sociedad humana que construye una imagen de sí misma en un mundo de identidades movedizas y migrantes, reivindicando lo que esta más allá de su carácter efímero para trascender su impermanencia.
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