El “Discurso a los Cirujanos” es una bellísima pieza oratoria. No tanto por la retórica, que en sí es admirable, sino por las ideas. Valéry fue, ante todo, y hasta el fin de su vida, un hombre de ideas. Contrariamente a tantos intelectuales parisinos, que viven de “frases”, como los enfisematosos de tanques de oxígeno, Valéry nos tiende la bella oración a guisa de simple envoltura. No hay que engañarse pensando que, porque la frase es pulida, sinuosa, simétrica, mesuradamente aliñada y de estilo “clásico”, todo el mérito reside en el bonito embalaje. No, la verdadera belleza está detrás, en la idea que esconden los elegantes giros de la prosa, cual joya coruscante en aterciopelado estuche. No siempre se descubre a primera vista. Puede ser necesario leer y releer, para poder captar la visión completa.
También algunas veces pasa con Valéry lo que sucede con otros rigurosos pensadores, como Kant, o Spinoza, que han dado tantas vueltas al tema de sus meditaciones, y han considerado tantas veces la manera óptima de formular sus conclusiones, que al final les queda algo así como una pura esencia, un residuo sobreconcentrado, el producto de múltiples y sucesivas destilaciones. Tal substancia es volátil sobremanera. Tanto, que al abrir su delicada envoltura se escapa en el aire, y nos deja atónitos sin poder atraparla, es decir sin entender su significado. Afortunadamente, Valéry era además un esteta; cultivó una sempiterna preocupación por la forma y el estilo. Las ocasiones en que incurre en el obscurantismo son poco frecuentes.
En el “Discurso a los Cirujanos” se percibe, descontando las fórmulas de cortesía que se esperan de un invitado, un acento de sincera admiración por tan demandante profesión. No es extraño que así sea. Tal vez no exista ninguna otra profesión que se haya alzado tan rápidamente y a tan grande altura, como la de cirujano en la época contemporánea. Las operaciones quirúrgicas se vienen practicando desde la más remota antigüedad: hay evidencia documental de que la litotomía, o sea la extracción quirúrgica de cálculos de la vejiga urinaria, se hacía ya 200 años antes de Cristo. Y los cirujanos de la India, desde épocas muy remotas, perfeccionaron procedimientos plásticos para la reparación de heridas y mutilaciones traumáticas. Pero, dejando aparte ciertas tempranas conquistas, la verdad es que el panorama de la cirugía, en sus albores, fue principalmente uno de muerte, desolación y espanto. Y siguió así por mucho tiempo.
…
Valéry tiene toda la razón del mundo para no escatimar elogios a esos esforzados especialistas. A él, un poeta sensitivo, un metafísico “cazador de sombras” y casi un místico, le impresiona sobremanera la personalidad del cirujano, el hombre que “sabe algo cierto, que hace algo positivo;” que además practica una actividad equiparable a un arte; y cuyas manos, obedeciendo a conceptos teóricos derivados de la ciencia, realizan algo concreto. No sólo a Valéry, a todos nosotros nos impresiona ese hombre (y hoy es justo agregar, “o mujer”) que pasa rápidamente de la percepción a la decisión, y de la decisión al acto, acto potencialmente preñado de terribles consecuencias, irrevocable; y todo ésto con rapidez instantánea y bajo toda suerte de presiones. ¿Cómo no sentir admiración por “memoria tan pronta y repleta, ciencia tan segura, carácter tan sostenido, presencia de ánimo tan viva...”?
Francisco González Crussí
También algunas veces pasa con Valéry lo que sucede con otros rigurosos pensadores, como Kant, o Spinoza, que han dado tantas vueltas al tema de sus meditaciones, y han considerado tantas veces la manera óptima de formular sus conclusiones, que al final les queda algo así como una pura esencia, un residuo sobreconcentrado, el producto de múltiples y sucesivas destilaciones. Tal substancia es volátil sobremanera. Tanto, que al abrir su delicada envoltura se escapa en el aire, y nos deja atónitos sin poder atraparla, es decir sin entender su significado. Afortunadamente, Valéry era además un esteta; cultivó una sempiterna preocupación por la forma y el estilo. Las ocasiones en que incurre en el obscurantismo son poco frecuentes.
En el “Discurso a los Cirujanos” se percibe, descontando las fórmulas de cortesía que se esperan de un invitado, un acento de sincera admiración por tan demandante profesión. No es extraño que así sea. Tal vez no exista ninguna otra profesión que se haya alzado tan rápidamente y a tan grande altura, como la de cirujano en la época contemporánea. Las operaciones quirúrgicas se vienen practicando desde la más remota antigüedad: hay evidencia documental de que la litotomía, o sea la extracción quirúrgica de cálculos de la vejiga urinaria, se hacía ya 200 años antes de Cristo. Y los cirujanos de la India, desde épocas muy remotas, perfeccionaron procedimientos plásticos para la reparación de heridas y mutilaciones traumáticas. Pero, dejando aparte ciertas tempranas conquistas, la verdad es que el panorama de la cirugía, en sus albores, fue principalmente uno de muerte, desolación y espanto. Y siguió así por mucho tiempo.
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Valéry tiene toda la razón del mundo para no escatimar elogios a esos esforzados especialistas. A él, un poeta sensitivo, un metafísico “cazador de sombras” y casi un místico, le impresiona sobremanera la personalidad del cirujano, el hombre que “sabe algo cierto, que hace algo positivo;” que además practica una actividad equiparable a un arte; y cuyas manos, obedeciendo a conceptos teóricos derivados de la ciencia, realizan algo concreto. No sólo a Valéry, a todos nosotros nos impresiona ese hombre (y hoy es justo agregar, “o mujer”) que pasa rápidamente de la percepción a la decisión, y de la decisión al acto, acto potencialmente preñado de terribles consecuencias, irrevocable; y todo ésto con rapidez instantánea y bajo toda suerte de presiones. ¿Cómo no sentir admiración por “memoria tan pronta y repleta, ciencia tan segura, carácter tan sostenido, presencia de ánimo tan viva...”?
Francisco González Crussí