Damos tanta importancia a las palabras, escritas o verbales, que nos olvidamos con demasiada frecuencia de los hechos. De esta circunstancia saben mucho los políticos, quienes muestran gran habilidad para decir en sus campañas electorales lo que los ciudadanos quieren oír, aunque luego (y con frecuencia, anteriormente) sus actos no tengan nada que ver con aquello que dicen y afirman.
La palabra permanece en la mente de las personas gracias a los libros y también grabada en los medios de comunicación y ocio denominados como audiovisuales, por lo que no es de extrañar que ocupe ya el primer puesto en cuanto a modos de expresión se refiere. Los hechos también son importantes, al menos para los historiadores, y por ellos podemos evaluar con cierta precisión todo cuanto de bueno y malo han realizado nuestros antecesores, aunque dependemos demasiado de la opinión del escritor para saber la verdad de los acontecimientos.
Y en medio de estos dos factores, la palabra y los hechos, están los gestos, la forma de expresión corporal más auténtica de todas y la única que no da lugar a errores de apreciación, siempre y cuando sepamos interpretarlos. Esencialmente todos sabemos evaluar algunos gestos reflejos, como las lágrimas, la sonrisa o los gritos, lo mismo que podemos saber lo que ocurre detrás de un grito de dolor, un rubor en la mejilla o un apretón de manos sincero. Pero todos estos gestos son, con frecuencia, manipulados por las personas y expresados por motivos muy diferentes a los que aparentemente son en realidad.
Personas hábiles que nos engañan con sus gestos hay muchas y de eso saben mucho los ladrones, los estafadores y otras gentes poco recomendables, pero también los emplean para manipularnos personas tan respetables como los políticos (nuevamente), los actores, los presentadores de televisión, los adivinos y los abogados, entre otros. Todo ser humano y frecuentemente los animales, emplean trucos con sus gestos para inducirnos a engaño, algunos tan sutilmente elaborados que solamente están al alcance de mentes privilegiadas, o maquiavélicas.
Cualquier acto jurídico es una muestra del arte del engaño (suele mentir el acusado y exagerar el acusador), lo mismo que lo es cuando un vendedor intenta que compremos lo inútil, o un político nos abraza durante un mitin por primera y última vez en su vida. También hay engaño cuando un niño nos avisa que ya se ha tomado la comida que acaba de tirar a la basura o cuando nuestra pareja llega a las tres de la madrugada alegando que ha estado con su madre. Como es obvio, nosotros también nos habituamos a mentir deliberadamente, y en ocasiones, tal y como nos explicaban en el filme “Mentiroso compulsivo”, mentir es una necesidad incuestionable para poder estar en sociedad.
Todo esto era así hasta que a alguien, en concreto, a mí, se le ocurrió la feliz idea de hacer un libro para que pudiéramos conocer a las personas simplemente mirando su punto más débil: sus gestos. La idea era observar a nuestro prójimo, más que escucharle, en busca de cualquier señal externa en su cuerpo que nos dijera la verdad que oculta en su mente. Si lográsemos esto habríamos conseguido dos cosas increíbles: nadie nos podría dar gato por liebre nunca más (insisto, ni siquiera los políticos) y, además, podríamos disimular nosotros mismos con una eficacia total.
La palabra permanece en la mente de las personas gracias a los libros y también grabada en los medios de comunicación y ocio denominados como audiovisuales, por lo que no es de extrañar que ocupe ya el primer puesto en cuanto a modos de expresión se refiere. Los hechos también son importantes, al menos para los historiadores, y por ellos podemos evaluar con cierta precisión todo cuanto de bueno y malo han realizado nuestros antecesores, aunque dependemos demasiado de la opinión del escritor para saber la verdad de los acontecimientos.
Y en medio de estos dos factores, la palabra y los hechos, están los gestos, la forma de expresión corporal más auténtica de todas y la única que no da lugar a errores de apreciación, siempre y cuando sepamos interpretarlos. Esencialmente todos sabemos evaluar algunos gestos reflejos, como las lágrimas, la sonrisa o los gritos, lo mismo que podemos saber lo que ocurre detrás de un grito de dolor, un rubor en la mejilla o un apretón de manos sincero. Pero todos estos gestos son, con frecuencia, manipulados por las personas y expresados por motivos muy diferentes a los que aparentemente son en realidad.
Personas hábiles que nos engañan con sus gestos hay muchas y de eso saben mucho los ladrones, los estafadores y otras gentes poco recomendables, pero también los emplean para manipularnos personas tan respetables como los políticos (nuevamente), los actores, los presentadores de televisión, los adivinos y los abogados, entre otros. Todo ser humano y frecuentemente los animales, emplean trucos con sus gestos para inducirnos a engaño, algunos tan sutilmente elaborados que solamente están al alcance de mentes privilegiadas, o maquiavélicas.
Cualquier acto jurídico es una muestra del arte del engaño (suele mentir el acusado y exagerar el acusador), lo mismo que lo es cuando un vendedor intenta que compremos lo inútil, o un político nos abraza durante un mitin por primera y última vez en su vida. También hay engaño cuando un niño nos avisa que ya se ha tomado la comida que acaba de tirar a la basura o cuando nuestra pareja llega a las tres de la madrugada alegando que ha estado con su madre. Como es obvio, nosotros también nos habituamos a mentir deliberadamente, y en ocasiones, tal y como nos explicaban en el filme “Mentiroso compulsivo”, mentir es una necesidad incuestionable para poder estar en sociedad.
Todo esto era así hasta que a alguien, en concreto, a mí, se le ocurrió la feliz idea de hacer un libro para que pudiéramos conocer a las personas simplemente mirando su punto más débil: sus gestos. La idea era observar a nuestro prójimo, más que escucharle, en busca de cualquier señal externa en su cuerpo que nos dijera la verdad que oculta en su mente. Si lográsemos esto habríamos conseguido dos cosas increíbles: nadie nos podría dar gato por liebre nunca más (insisto, ni siquiera los políticos) y, además, podríamos disimular nosotros mismos con una eficacia total.