La civilización del siglo XXI contempla en medio del avance de la ciencia y la tecnología el esfuerzo fecundo en utilizar las ciencias biomédicas al servicio del mejoramiento de la calidad de vida. “Crece en todo el mundo el rechazo de la pena de muerte, la tortura y la guerra. Aumenta la sensibilidad en relación a la protección de los niños, la igualdad de todos los seres humanos, la protección del medio ambiente, etc.”.
A pesar de ello, esta cultura alcanza cada vez un amplio dominio sobre la vida. Con decisiones mortales que siguen suscitando debates locales y globales a la razón de la humanidad de nuestro siglo, pues la cultura está guiada en ciertos ambientes por un equívoco lema: “Todo lo que técnicamente sea posible, es éticamente posible”. Este lema está nutrido del individualismo, el relativismo, el laicismo, la equívoca autonomía y libertad, fenómenos culturales que conducen a las personas a encerrarse en sus “propios intereses dificultando la búsqueda generosa de los intereses comunes”. Por eso, definir hoy, así como encontrar y comprometerse con el bien común resulta difícil; pues la vida se comprende sólo desde acuerdos y consensos y no como un existir con referencia a un Creador, en donde hay normas morales absolutas que no se pueden transgredir.
Esta realidad conduce cada vez al debilitamiento progresivo de la razón, de la ciencia y la sociedad frente a la sacralidad de la persona, llevando a que la trágica historia del paraíso del Edén, en donde se rechazó la fuente de todo ser personal y de toda relación, se siga repitiendo en las instituciones que ofrecen servicios de salud, en la relación del profesional con el paciente, en la investigación, pues el científico, el especialista, el Estado y los ciudadanos, se acercan a la vida humana sin capacidad de contemplación debido a que prevalece más la mirada calculadora práctica y fría que lleva a olvidar el reconocimiento de la dignidad humana del enfermo, su origen y fin, y a provocar la confusión de no saber discernir cuándo se está en el plano de lo humano y cuándo en el plano de lo no humano se está frente a una ley, o la investigación o cuando se está frente a un dilema ético.
Por eso, hoy es importante la formación de los profesionales en bioética para que contribuyan con su ciencia al progreso de la humanidad bajo la virtud de la sabiduría sabiendo aplicar la razón científica y tecnológica al micro y macrocosmos, de modo que, ejecutando las competencias profesionales, no pierdan la finalidad social de su vocación, así como el fin de la ciencia y del conocimiento, que es el de ayudar a las personas y no convertirse en un poder de destrucción.
La actuación del profesional nunca es libre y absoluta en todos los procesos, pues la acción humana tiene una moralidad que está inmersa dentro de un orden ético universal. El drama del mal se repite entonces en nuestro presente cuando los egresados de la universidad, los científicos, los estadistas, se olvidan o deciden no obedecer el orden moral establecido para la humanidad, estructura inscrita por el Creador en la conciencia y en la razón.
A pesar de ello, esta cultura alcanza cada vez un amplio dominio sobre la vida. Con decisiones mortales que siguen suscitando debates locales y globales a la razón de la humanidad de nuestro siglo, pues la cultura está guiada en ciertos ambientes por un equívoco lema: “Todo lo que técnicamente sea posible, es éticamente posible”. Este lema está nutrido del individualismo, el relativismo, el laicismo, la equívoca autonomía y libertad, fenómenos culturales que conducen a las personas a encerrarse en sus “propios intereses dificultando la búsqueda generosa de los intereses comunes”. Por eso, definir hoy, así como encontrar y comprometerse con el bien común resulta difícil; pues la vida se comprende sólo desde acuerdos y consensos y no como un existir con referencia a un Creador, en donde hay normas morales absolutas que no se pueden transgredir.
Esta realidad conduce cada vez al debilitamiento progresivo de la razón, de la ciencia y la sociedad frente a la sacralidad de la persona, llevando a que la trágica historia del paraíso del Edén, en donde se rechazó la fuente de todo ser personal y de toda relación, se siga repitiendo en las instituciones que ofrecen servicios de salud, en la relación del profesional con el paciente, en la investigación, pues el científico, el especialista, el Estado y los ciudadanos, se acercan a la vida humana sin capacidad de contemplación debido a que prevalece más la mirada calculadora práctica y fría que lleva a olvidar el reconocimiento de la dignidad humana del enfermo, su origen y fin, y a provocar la confusión de no saber discernir cuándo se está en el plano de lo humano y cuándo en el plano de lo no humano se está frente a una ley, o la investigación o cuando se está frente a un dilema ético.
Por eso, hoy es importante la formación de los profesionales en bioética para que contribuyan con su ciencia al progreso de la humanidad bajo la virtud de la sabiduría sabiendo aplicar la razón científica y tecnológica al micro y macrocosmos, de modo que, ejecutando las competencias profesionales, no pierdan la finalidad social de su vocación, así como el fin de la ciencia y del conocimiento, que es el de ayudar a las personas y no convertirse en un poder de destrucción.
La actuación del profesional nunca es libre y absoluta en todos los procesos, pues la acción humana tiene una moralidad que está inmersa dentro de un orden ético universal. El drama del mal se repite entonces en nuestro presente cuando los egresados de la universidad, los científicos, los estadistas, se olvidan o deciden no obedecer el orden moral establecido para la humanidad, estructura inscrita por el Creador en la conciencia y en la razón.