De un humilde pero sabio jardinero aprendí lenguaje universal de los padres y de los hijos. Su vocación y su sensibilidad manifestadas en el trato con sus plantas tenían que ser las mismas de un papá y de una mamá que quieren y saben cultivar lo mejor de sus hijos. Con sus consejos y su ejemplo, me estaba diciendo que a los hijos hay que conocerlos, pues si bien es cierto que tienen en general las mismas necesidades básicas, hay muchas maneras de darles satisfacción, atendiendo a las diferencias individuales. Ellos crecen a ritmos diferentes, reaccionan de singular forma y casi nunca eligen idénticos caminos para su realización personal. No es suficiente con tener un hijo y dejarlo que crezca. Es de trascendental importancia estar cerca de él, disponible para cultivarlo. Un buen padre, como el buen jardinero, acepta plenamente a sus hijos. Los prepara para el futuro, con un sentido de compromiso con la vida y un generoso desprendimiento que no exige pago por su inversión. Los cuida y los orienta, pero no recorta sus raíces ni sus brazos.
La obra que tiene en sus manos, amigo lector, es una invitación a pensar en la calidad humana que desea para sus hijos y a empezar a cultivar, desde hoy, su riqueza interior. Todos los días podrá apreciar en ellos un paisaje fresco, con olor a vida, con frutos abundantes, con sentimientos de plenitud y en perfecta armonía con el universo.
La obra que tiene en sus manos, amigo lector, es una invitación a pensar en la calidad humana que desea para sus hijos y a empezar a cultivar, desde hoy, su riqueza interior. Todos los días podrá apreciar en ellos un paisaje fresco, con olor a vida, con frutos abundantes, con sentimientos de plenitud y en perfecta armonía con el universo.