En el panteón de la mitología popular, Mariquita Sánchez es la dueña de la casa donde se cantó por primera vez el Himno Nacional. También, a veces, se recuerda que proporcionó a los patriotas información relevante durante las Invasiones inglesas. ¿Pero quién fue esa mujer singular que se recorta solitaria en el paisaje de hombres que hicieron la Argentina de la primera mitad del siglo XIX?
Si se analiza con atención ese período, desde mediados de la primera década hasta la Confederación presidida por Urquiza, se la verá siempre a ella. Formó parte activa de diversos círculos intelectuales, en los que participó como interlocutora; fue amiga de Moreno, Castelli, Monteagudo; mujer de confianza de Rivadavia, a quien ayudó a organizar la Sociedad de Beneficencia (dos veces la presidió); confidente y aliada de los escritores locales más importantes de su tiempo: Echeverría, Alberdi, Gutiérrez, Sarmiento. Con ellos compartió la experiencia del exilio durante el gobierno de Rosas, cuya amistad –entablada en la infancia de ambos– no le impidió declararse opositora cuando lo creyó oportuno.
Encarnó el legado de los valores de la Europa ilustrada en una América cambiante y atravesada por la revolución, y consiguió el reconocimiento gracias al dominio de una sociabilidad que supo ejercer con arte a lo largo de su vida, preferentemente puertas adentro de su casa: organizando tertulias, reuniendo figuras locales o extranjeras, ejerciendo una “influencia civilizadora” que la prestigió como anfitriona. Y también como escritora: de cartas y crónicas, de diarios y poesías que se publicaron después de su muerte, pero que en su época circularon de mano en mano y fueron leídas con devoción.
Al cabo, Mariquita Sánchez es un prisma que permite enfocar las convergencias entre público y privado, los estrechos lazos entre historia, política y literatura en la Argentina del pasado. Esta excelente biografía de Graciela Batticuore hace justicia a un personaje más rico de lo supuesto, un hilo conductor de la vida en sociedad, que revela la complejidad de la primera Argentina y el rol ejemplar que ejerció una mujer que fue más allá de los límites que su tiempo pautaba.
En el panteón de la mitología popular, Mariquita Sánchez es la dueña de la casa donde se cantó por primera vez el Himno Nacional. También, a veces, se recuerda que proporcionó a los patriotas información relevante durante las Invasiones inglesas. ¿Pero quién fue esa mujer singular que se recorta solitaria en el paisaje de hombres que hicieron la Argentina de la primera mitad del siglo XIX?
Si se analiza con atención ese período, desde mediados de la primera década hasta la Confederación presidida por Urquiza, se la verá siempre a ella. Formó parte activa de diversos círculos intelectuales, en los que participó como interlocutora; fue amiga de Moreno, Castelli, Monteagudo; mujer de confianza de Rivadavia, a quien ayudó a organizar la Sociedad de Beneficencia (dos veces la presidió); confidente y aliada de los escritores locales más importantes de su tiempo: Echeverría, Alberdi, Gutiérrez, Sarmiento. Con ellos compartió la experiencia del exilio durante el gobierno de Rosas, cuya amistad –entablada en la infancia de ambos– no le impidió declararse opositora cuando lo creyó oportuno.
Encarnó el legado de los valores de la Europa ilustrada en una América cambiante y atravesada por la revolución, y consiguió el reconocimiento gracias al dominio de una sociabilidad que supo ejercer con arte a lo largo de su vida, preferentemente puertas adentro de su casa: organizando tertulias, reuniendo figuras locales o extranjeras, ejerciendo una “influencia civilizadora” que la prestigió como anfitriona. Y también como escritora: de cartas y crónicas, de diarios y poesías que se publicaron después de su muerte, pero que en su época circularon de mano en mano y fueron leídas con devoción.
Al cabo, Mariquita Sánchez es un prisma que permite enfocar las convergencias entre público y privado, los estrechos lazos entre historia, política y literatura en la Argentina del pasado. Esta excelente biografía de Graciela Batticuore hace justicia a un personaje más rico de lo supuesto, un hilo conductor de la vida en sociedad, que revela la complejidad de la primera Argentina y el rol ejemplar que ejerció una mujer que fue más allá de los límites que su tiempo pautaba.
Si se analiza con atención ese período, desde mediados de la primera década hasta la Confederación presidida por Urquiza, se la verá siempre a ella. Formó parte activa de diversos círculos intelectuales, en los que participó como interlocutora; fue amiga de Moreno, Castelli, Monteagudo; mujer de confianza de Rivadavia, a quien ayudó a organizar la Sociedad de Beneficencia (dos veces la presidió); confidente y aliada de los escritores locales más importantes de su tiempo: Echeverría, Alberdi, Gutiérrez, Sarmiento. Con ellos compartió la experiencia del exilio durante el gobierno de Rosas, cuya amistad –entablada en la infancia de ambos– no le impidió declararse opositora cuando lo creyó oportuno.
Encarnó el legado de los valores de la Europa ilustrada en una América cambiante y atravesada por la revolución, y consiguió el reconocimiento gracias al dominio de una sociabilidad que supo ejercer con arte a lo largo de su vida, preferentemente puertas adentro de su casa: organizando tertulias, reuniendo figuras locales o extranjeras, ejerciendo una “influencia civilizadora” que la prestigió como anfitriona. Y también como escritora: de cartas y crónicas, de diarios y poesías que se publicaron después de su muerte, pero que en su época circularon de mano en mano y fueron leídas con devoción.
Al cabo, Mariquita Sánchez es un prisma que permite enfocar las convergencias entre público y privado, los estrechos lazos entre historia, política y literatura en la Argentina del pasado. Esta excelente biografía de Graciela Batticuore hace justicia a un personaje más rico de lo supuesto, un hilo conductor de la vida en sociedad, que revela la complejidad de la primera Argentina y el rol ejemplar que ejerció una mujer que fue más allá de los límites que su tiempo pautaba.
En el panteón de la mitología popular, Mariquita Sánchez es la dueña de la casa donde se cantó por primera vez el Himno Nacional. También, a veces, se recuerda que proporcionó a los patriotas información relevante durante las Invasiones inglesas. ¿Pero quién fue esa mujer singular que se recorta solitaria en el paisaje de hombres que hicieron la Argentina de la primera mitad del siglo XIX?
Si se analiza con atención ese período, desde mediados de la primera década hasta la Confederación presidida por Urquiza, se la verá siempre a ella. Formó parte activa de diversos círculos intelectuales, en los que participó como interlocutora; fue amiga de Moreno, Castelli, Monteagudo; mujer de confianza de Rivadavia, a quien ayudó a organizar la Sociedad de Beneficencia (dos veces la presidió); confidente y aliada de los escritores locales más importantes de su tiempo: Echeverría, Alberdi, Gutiérrez, Sarmiento. Con ellos compartió la experiencia del exilio durante el gobierno de Rosas, cuya amistad –entablada en la infancia de ambos– no le impidió declararse opositora cuando lo creyó oportuno.
Encarnó el legado de los valores de la Europa ilustrada en una América cambiante y atravesada por la revolución, y consiguió el reconocimiento gracias al dominio de una sociabilidad que supo ejercer con arte a lo largo de su vida, preferentemente puertas adentro de su casa: organizando tertulias, reuniendo figuras locales o extranjeras, ejerciendo una “influencia civilizadora” que la prestigió como anfitriona. Y también como escritora: de cartas y crónicas, de diarios y poesías que se publicaron después de su muerte, pero que en su época circularon de mano en mano y fueron leídas con devoción.
Al cabo, Mariquita Sánchez es un prisma que permite enfocar las convergencias entre público y privado, los estrechos lazos entre historia, política y literatura en la Argentina del pasado. Esta excelente biografía de Graciela Batticuore hace justicia a un personaje más rico de lo supuesto, un hilo conductor de la vida en sociedad, que revela la complejidad de la primera Argentina y el rol ejemplar que ejerció una mujer que fue más allá de los límites que su tiempo pautaba.