Arturo Corcuera: Un origami en vez de prólogo:
Yo me siento en familia al leer a un poeta que juega cuando escribe y que crea un planeta para habitarlo a sus anchas, y se inventa un lenguaje (aunque nadie lo crea) para entenderse con las criaturas de su magín cazador de figuras, como el Peregrín de José María Eguren. Y este poeta es Daniel Maguiña Contreras. Le da a su poesía un toque juguetón y risueño, como si en su corazón se amotinaran la infancia, la fantasía y la ternura, fundiéndose en un gran abrazo ante la sorpresa de sus criaturas, las ballenas (vacías), los (dulces) lobos marinos, los hipocampos prehistóricos, los moluscos amarillos, el pollo fashion, que renacen en su palabra teñida de colores y caligramas, como los árboles con piernas de hule, con pantis pop art. Da gusto leer un libro como Mundo T.
La poesía se apodera del lector y lo devuelve, en una alfombra mágica, a los confines de la niñez y lo invita a degustar las dulzuras que se desparraman de sus páginas colmeneras, cuyas letras revolotean como abejas laboriosas en un panal.
Sus poemas tienen un alumbramiento lúdico, cercano a Ondas, los Estandartes o al Cofre de Armones de Apolinaire; tienen algo del simplismo de Alberto Hidalgo, el de los años mozos del vanguardismo; se me figura que Maguiña no hubiese dudado en aceptar de Carlos Oquendo de Amat la propuesta de pavimentar juntos una avenida con leche Nestlé, por la que podría quizá transitar el vendedor de bizcochos al que alude César Vallejo en una expresión callejera y onomatopéyica en las páginas de Trilce:
999 calorías
Rumbbb... Trrraprrrr rrach... chaz
Serpentínica U del bizcochero
engirafada al tímpano.
[…]
Versos estos que trasladan al lector el efecto auditivo que reproduce el prolongado pregón en espiral, casi infinito, del vendedor ambulante de su tiempo. Daniel Maguiña se parece a todos y a ninguno de los poetas citados. A Cortázar le hubiera gustado conocerlo. «Jugar, jugar, jugar jugar», pide Jorge Eduardo Eielson.
Recomiendo a grandes y chicos leer este libro, incluso a Giuli y a su mono Nelson. El autor, al final de la lectura, les convidará «un mufflin relleno de crema». Y yo saludo a Daniel, el travieso, con un palmazo en la espalda, lo más parecido a un espaldarazo.
Yo me siento en familia al leer a un poeta que juega cuando escribe y que crea un planeta para habitarlo a sus anchas, y se inventa un lenguaje (aunque nadie lo crea) para entenderse con las criaturas de su magín cazador de figuras, como el Peregrín de José María Eguren. Y este poeta es Daniel Maguiña Contreras. Le da a su poesía un toque juguetón y risueño, como si en su corazón se amotinaran la infancia, la fantasía y la ternura, fundiéndose en un gran abrazo ante la sorpresa de sus criaturas, las ballenas (vacías), los (dulces) lobos marinos, los hipocampos prehistóricos, los moluscos amarillos, el pollo fashion, que renacen en su palabra teñida de colores y caligramas, como los árboles con piernas de hule, con pantis pop art. Da gusto leer un libro como Mundo T.
La poesía se apodera del lector y lo devuelve, en una alfombra mágica, a los confines de la niñez y lo invita a degustar las dulzuras que se desparraman de sus páginas colmeneras, cuyas letras revolotean como abejas laboriosas en un panal.
Sus poemas tienen un alumbramiento lúdico, cercano a Ondas, los Estandartes o al Cofre de Armones de Apolinaire; tienen algo del simplismo de Alberto Hidalgo, el de los años mozos del vanguardismo; se me figura que Maguiña no hubiese dudado en aceptar de Carlos Oquendo de Amat la propuesta de pavimentar juntos una avenida con leche Nestlé, por la que podría quizá transitar el vendedor de bizcochos al que alude César Vallejo en una expresión callejera y onomatopéyica en las páginas de Trilce:
999 calorías
Rumbbb... Trrraprrrr rrach... chaz
Serpentínica U del bizcochero
engirafada al tímpano.
[…]
Versos estos que trasladan al lector el efecto auditivo que reproduce el prolongado pregón en espiral, casi infinito, del vendedor ambulante de su tiempo. Daniel Maguiña se parece a todos y a ninguno de los poetas citados. A Cortázar le hubiera gustado conocerlo. «Jugar, jugar, jugar jugar», pide Jorge Eduardo Eielson.
Recomiendo a grandes y chicos leer este libro, incluso a Giuli y a su mono Nelson. El autor, al final de la lectura, les convidará «un mufflin relleno de crema». Y yo saludo a Daniel, el travieso, con un palmazo en la espalda, lo más parecido a un espaldarazo.