El hombre es una criatura atolondrada , decía William Shakespeare. No cabe la menor duda. Si no, ¿Cómo se explica su natural inclinación al infortunio? Las personas creen que luchan en busca de la felicidad y en contra del dolor, cuando, en realidad, todos los pasos que dan, por cierto muy animosos, están encaminados hacia y en pos de un sufrimiento distinto de aquel que desean evitar, y casi siempre mayor. Por poner nada más dos ejemplos: Un hombre quiere hacer mucho dinero para gastar a manos llenas y darse todo el gusto del mundo; encuentra la manera de conseguirlo involucrándose en negocios turbios que tarde o temprano le amargarán, o le acabarán la existencia, en tanto que otro, que se ha hecho multimillonario por medios lícitos, no puede nunca dejar de trabajar, y, por tanto, jamás disfruta del fruto de sus esfuerzos como soñó algún día. Todas las mujeres anhelan casarse con hombres amorosos, que las cuide, las apoye y las acompañe. Paradójicamente, eligen, con raras excepciones, al hombre del perfil idóneo para obtener el resultado diametralmente opuesto, aquel con el cual puedan sufrir, pero sufrir en serio, como nunca antes de casarse. Los hombres hacen lo mismo.
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