Ya se ha hecho común en nuestros días escuchar y ver noticias tristes que desvelan de forma inapelable y contundente la presencia del fraude en el deporte en casi todas las instancias existentes. Ello configura la gestación y el surgimiento de una neocultura, la cultura del fraude y la hipocresía en un mundo globalizado y cosmopolita. El cerco se achica aún más cuando pensamos en las asociaciones, en los clubes y miniclubes, en las universidades, en las escuelas, en las comunidades, en nuestros barrios, y a pesar de que existe algo llamado sentido común, al parecer este sigue siendo el menos común de todos los sentidos. Muchos –que no todos– no cuestionan por cuanto prefieren no darse por enterados, otros porque sienten temor e impotencia, otros porque según afirman no les queda más remedio –son víctimas in situ–, otros callan de forma cómplice por cuanto tienen intereses seriamente comprometidos en el complejo mundo de la maquinaria casi-todopoderosa del mercado, la política y el negocio en la cual se ha convertido al deporte. Pero sucede que al callar, al dar la espalda y voltear el rostro, al resignarnos alimentamos la injusticia, la maldad y la muerte. Ha llegado la hora de preguntarse: ¿con cuánta contundencia estamos asumiendo la lucha contra el fraude?, ¿estamos educando desde una perspectiva ética y estética?, ¿qué sucede en las canchas de nuestras escuelas y en las calles oscuras de nuestros barrios?; y es que si no lo decimos, ¿quién lo hará?; si no es ahora, ¿cuándo?, ¿cuando sea demasiado tarde?, ¿cuándo ha de ser entonces demasiado tarde?, ¿cuando el fraude, la droga y el timo se conviertan en elementos de idolatría?, ¿cuando a decir de Maiakowski nos roben la luna y nos arranquen la voz de la garganta? Hay que procurar no caer ante el peso de la injusticia y el desinterés, ante el peso de un coloso que, a pesar de ser lo que es, definitivamente ha mostrado tener los pies de barro, y por eso este es mi intento, esta es mi voz de lucha.
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