Carlo sabe que las botas de hule de Paolo encierran un éxtasis exclusivo, hecho únicamente para él. Lo atrapan, lo enervan, lo transgreden como él a ellas. También sabe que su fetichismo es de por sí un riesgo, y que lo es más en el pueblo lleno de establos donde ambos viven. Por obra y gracia de la cercanía de Paolo, Carlo llega a sentirse como Adán y Eva al mismo tiempo, expulsado no del Paraíso, sino de Dios. Por consejo de Oliver, su iniciador en los misterios corporales, busca robar esas botas para posesionarse de Paolo y estirar esa alegoría hasta convertirla en la doctrina universal desde donde observe el mundo, aunque es muy probable que por ello termine como un paria en su propia tierra y tenga que esconderse cada vez más a fin de ser medianamente feliz, pues, como Oliver le advierte, no es posible llegar impune a tanta perversión.
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