«La seda de Mariona crujió, prendida de algún botón, de un clavo, quizá, que la desgarraba. Él la asió fuerte por la cintura. Recogió su guante. La llevaba recostada por la cintura sobre su hombro. Los cabellos, sueltos, flotaban. Atravesó el pasadizo con lentitud, para no herirla, con cuidado, con la frente alta, el mentón salido. Logró ganar la sala de entrada, luego el primer peldaño de las escaleras. Consiguió mantener firme su pie. Uno a uno, con seguridad creciente, iba subiendo los peldaños, por la parte de fuera de la alfombra, para sentir la seguridad del contacto. Y al fin del primer tramo, casi en el rellano, se detuvo, porque había oído el rumor de que algo se perdía, que huía cristalinamente; eran golpecillos secos y rotundos, saltarines, sobre el mármol de los peldaños. Se volvió, apenas, y vio como iban saltando por los peldaños, hasta ganar el suelo, las perlas del collar...»
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