Érase una ciudad lejana, tan distante que no se apreciaba con la vista, ni se palpaba con los dedos, ni tan siquiera se alcanzaba adquiriendo un pasaje por muchas monedas de oro depositadas por el más afamado gobernador. Tan sólo con la fe, eran bienvenidos algunos privilegiados. La ciudad secreta no tenía palacios enormes, ni guerreros, ni fábricas, ni mercaderes afanosos. Era diferente y cada privilegiado la construía a su fantasía, colocando las piezas según un propósito. No había normas: era un juego de adiestramiento, pero si algún fragmento era erróneo dejabas de ser privilegiado. Azriel fue testigo de la muerte de su padre, un ilustre escriba hebreo apocado a los designios del gobernador romano como otros cientos que yacían esparcidos por las calles de Masada y Judea a manos de los sirios. Sedientos de conquistas espirituales y con el pretexto del impago de impuestos especiales sobre los judíos, los soldados sirios al servicio de los romanos asolaron, mataron y quemaron sus aldeas sin piedad. Antes de quedar exánime a su lado, su padre le encomendó un último mensaje «reconstruye la dignidad de tu ciudad secreta».
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