La política matrimonial de los Reyes Católicos no dio sus frutos en la generación de sus hijos, fallecidos prematuramente o con graves problemas mentales, como fue el caso de la heredera de todos sus reinos, la reina Juana, madre del futuro Emperador. Cuando éste unió a Castilla, Aragón, Navarra, Nápoles, Sicilia, plazas del Norte de África y el incipiente imperio americano, los territorios heredados de su abuelo Maximiliano de Austria y el acceso a la corona del Sacro Imperio Romano Germánico, se convirtió en el monarca más poderoso de su tiempo.
Pues bien, a principios del siglo XVI, la cristiandad, se siente amenazada por dos hechos casi simultáneos: la ruptura de la unidad cristiana con la aparición de la reforma luterana (1517) y un poderoso avance de los turcos, que regidos por Solimán el Magnífico (1521-1566), se apoderan de: Belgrado (1521), Rodas (1522) y de casi toda Hungría (1526), ponen sitio a Viena (1529) y establecen una especie de protectorado en el Norte de África.
Ésta es la situación que se encuentra Carlos V en el momento en que asume la corona imperial, y según su particular forma de entender su papel, de ninguna forma puede desentenderse de ellos. En el primer caso, considera que su condición de Emperador le confiere una autoridad moral sobre la cristiandad y trata, en consecuencia, de darle un contenido efectivo; en el segundo, son sus estados patrimoniales o los territorios sometidos al Sacro Imperio los que están directamente amenazados.
A mayor abundamiento, cuando, tres años después, el que había sido su maestro, el cardenal Adriano, es elegido Papa con el nombre de Adriano VI, Carlos V vio en aquel acontecimiento el retorno a la idea primitiva en la que la cristiandad, bajo el magisterio espiritual del pontífice y la autoridad política del Emperador, volvería a ser una realidad a pesar de los peligros que la amenazaban.
Sin embargo, este concepto no fue asumido por las demás naciones cristianas, ni siquiera por los papas que se sucedieron en la silla de San Pedro, dado que Adriano VI la ocupó poco más de un año. Así pues, la realidad impuso los ejes de la política imperial:
•El logro de la unidad religiosa en el Imperio, lo que trató de alcanzar por medios políticos y a través de las sucesivas Dietas que convocó; no obstante, ante el fracaso de las mismas, hubo de recurrir al uso de la fuerza.
•La defensa de sus estados patrimoniales, amenazados fundamentalmente por Francia, que le atacó en Italia y no dudó en aliarse incluso con los enemigos de la cristiandad, tanto los turcos como los protestantes.
•La lucha contra los turcos en cuanto amenaza directa a sus estados en Centro-Europa, así como la amenaza indirecta a través de la piratería berberisca firmemente asentada en el Norte de África.
•La conquista de América, en la que se dominan los fabulosos imperios Inca y Azteca.
El escenario descrito es el de un Emperador que, si bien tiene el origen de sus posesiones en España y viene a morir en ella, ha de distribuir su tiempo y sus esfuerzos entre todas sus posesiones. Así, viajó nueve veces a Alemania, seis a España, siete a Italia, diez a Flandes, dos a África, y navegó cuatro veces por el Atlántico y ocho por el Mediterráneo.
Sus ejércitos son un conglomerado de fuerzas de varios países en los que si bien las tropas españolas están representadas por las mejores unidades de su tiempo, los Tercios, no son ni siquiera las más numerosas, y los intereses que defienden son los del Imperio, no los de España, que se ve arrastrada a gastos y conflictos que, en principio le son ajenos.
Pues bien, a principios del siglo XVI, la cristiandad, se siente amenazada por dos hechos casi simultáneos: la ruptura de la unidad cristiana con la aparición de la reforma luterana (1517) y un poderoso avance de los turcos, que regidos por Solimán el Magnífico (1521-1566), se apoderan de: Belgrado (1521), Rodas (1522) y de casi toda Hungría (1526), ponen sitio a Viena (1529) y establecen una especie de protectorado en el Norte de África.
Ésta es la situación que se encuentra Carlos V en el momento en que asume la corona imperial, y según su particular forma de entender su papel, de ninguna forma puede desentenderse de ellos. En el primer caso, considera que su condición de Emperador le confiere una autoridad moral sobre la cristiandad y trata, en consecuencia, de darle un contenido efectivo; en el segundo, son sus estados patrimoniales o los territorios sometidos al Sacro Imperio los que están directamente amenazados.
A mayor abundamiento, cuando, tres años después, el que había sido su maestro, el cardenal Adriano, es elegido Papa con el nombre de Adriano VI, Carlos V vio en aquel acontecimiento el retorno a la idea primitiva en la que la cristiandad, bajo el magisterio espiritual del pontífice y la autoridad política del Emperador, volvería a ser una realidad a pesar de los peligros que la amenazaban.
Sin embargo, este concepto no fue asumido por las demás naciones cristianas, ni siquiera por los papas que se sucedieron en la silla de San Pedro, dado que Adriano VI la ocupó poco más de un año. Así pues, la realidad impuso los ejes de la política imperial:
•El logro de la unidad religiosa en el Imperio, lo que trató de alcanzar por medios políticos y a través de las sucesivas Dietas que convocó; no obstante, ante el fracaso de las mismas, hubo de recurrir al uso de la fuerza.
•La defensa de sus estados patrimoniales, amenazados fundamentalmente por Francia, que le atacó en Italia y no dudó en aliarse incluso con los enemigos de la cristiandad, tanto los turcos como los protestantes.
•La lucha contra los turcos en cuanto amenaza directa a sus estados en Centro-Europa, así como la amenaza indirecta a través de la piratería berberisca firmemente asentada en el Norte de África.
•La conquista de América, en la que se dominan los fabulosos imperios Inca y Azteca.
El escenario descrito es el de un Emperador que, si bien tiene el origen de sus posesiones en España y viene a morir en ella, ha de distribuir su tiempo y sus esfuerzos entre todas sus posesiones. Así, viajó nueve veces a Alemania, seis a España, siete a Italia, diez a Flandes, dos a África, y navegó cuatro veces por el Atlántico y ocho por el Mediterráneo.
Sus ejércitos son un conglomerado de fuerzas de varios países en los que si bien las tropas españolas están representadas por las mejores unidades de su tiempo, los Tercios, no son ni siquiera las más numerosas, y los intereses que defienden son los del Imperio, no los de España, que se ve arrastrada a gastos y conflictos que, en principio le son ajenos.