La revolución que condujo a la independencia de Venezuela –y podemos incluir en este mismo saco a otros países hispanoamericanos – estuvo muy lejos de tener un carácter popular. Una necesaria característica que es tan imponente siempre y a veces tan terrible, y ante la cual son pequeñas todas las resistencias y miserables todas las intrigas. Aquella revolución, impulsada por una clase de hombres elevados, con talento, de cultas costumbres y abundantes riquezas, estaba dividida entre patriotas capaces de abnegación y sacrificios por la emancipación política de su país, como los Bolívar, los Miranda, los Tovar, los Ribas, los Mendoza, los Briceño y otros más; y aquellos que sólo deseaban seguir formando parte de la nación española, pero que también deseaban aumentar, en buena paz y sosiego, las posibilidades de participación política en los destinos de su propia patria. En este grupo se ubicaron, además de los empleados de la Corona, el clero católico, y con muy pocas excepciones, los recalcitrantes mantuanos como los Toro, Los Andueza, los Rodríguez y muchos otros más.
Muchos de estos mantuanos, monárquicos a más no poder, pero también deseosos de aumentar su poder económico y político, desde los primeros momentos, por novedad, por principios de justicia, o simple conveniencia económica, se sintieron entusiasmados con el movimiento independentista; pero, muy pronto se les disiparon los humos. Cuando vieron que conatos y peligrosas revueltas –en las que poco, o nada tenían que ganar, pero sí mucho qué perder–, progresaban e invadían todos sus espacios vitales, cuando vieron que sus costumbres, creencias y sus modos de vida –profundamente hispánicos–, estaban en serio peligro, se percataron de su grave error. La mayor parte de los criollos, españoles y canarios que, engañados o ciegos, apoyaron los acontecimientos del 19 de abril de 1810, compartiendo los mismos recelos y angustias, se dispusieron, con firme decisión, no a aguardar el oleaje de la revolución, sino levantar diques de contención, alzando las banderas de la monarquía y entonces nuestro país se hundió en un mar de sangre y de tragedia que duraría más de 10 largos y angustiosos años.
Cien años después de la independencia, a principios del siglo XX, la situación de la nación venezolana se podía resumir en dos palabras: frustración y abandono. El proyecto emancipador iniciado en 1810 por un grupo de ilusos jóvenes, que se prometía un país libre y próspero, era todavía una lejana ilusión. Las hermosas intenciones emancipadoras habían sido llevadas adelante en forma entusiasta, más no en forma racional. El devenir del proceso independentista indicaba claramente que el pueblo venezolano no estaba preparado para ello. Como consecuencia de esta precipitación, los anhelados cambios políticos que se suponía forjarían un futuro mejor para el pueblo venezolano, habían resultado, hasta ahora, un fraude. Lo mismo podía decirse del resto de la América española. El único cambio significativo había sido el de cambiar unos hombres con ansias de poder y riquezas, por otros hombres con las mismas, o tal vez peores, características. Hasta ahora, los cambios ejecutados no habían hecho otra cosa sino fortalecer el orden tradicional que había imperado hasta el presente. La estructura económica y social del país no había sufrido cambios significativos. Sin exagerar, se podría afirmar que casi cien años después de la Declaración de Independencia de Venezuela, el antiguo orden colonial seguía imperando sin mayores cambios. Y ahora con un agravante: la pésima situación económica. El país seguía en manos de un pequeño grupo de afortunados quienes imponían sus designios al resto de la población, los pobres seguían siendo pobres, las desigualdades e injusticias sociales más enraizadas que de costumbre, la esclavitud, con nuevas formas, seguían imponiendo su ley en la república, por lo que, la libertad aún era una ilusión en la mayor parte de la población.
Muchos de estos mantuanos, monárquicos a más no poder, pero también deseosos de aumentar su poder económico y político, desde los primeros momentos, por novedad, por principios de justicia, o simple conveniencia económica, se sintieron entusiasmados con el movimiento independentista; pero, muy pronto se les disiparon los humos. Cuando vieron que conatos y peligrosas revueltas –en las que poco, o nada tenían que ganar, pero sí mucho qué perder–, progresaban e invadían todos sus espacios vitales, cuando vieron que sus costumbres, creencias y sus modos de vida –profundamente hispánicos–, estaban en serio peligro, se percataron de su grave error. La mayor parte de los criollos, españoles y canarios que, engañados o ciegos, apoyaron los acontecimientos del 19 de abril de 1810, compartiendo los mismos recelos y angustias, se dispusieron, con firme decisión, no a aguardar el oleaje de la revolución, sino levantar diques de contención, alzando las banderas de la monarquía y entonces nuestro país se hundió en un mar de sangre y de tragedia que duraría más de 10 largos y angustiosos años.
Cien años después de la independencia, a principios del siglo XX, la situación de la nación venezolana se podía resumir en dos palabras: frustración y abandono. El proyecto emancipador iniciado en 1810 por un grupo de ilusos jóvenes, que se prometía un país libre y próspero, era todavía una lejana ilusión. Las hermosas intenciones emancipadoras habían sido llevadas adelante en forma entusiasta, más no en forma racional. El devenir del proceso independentista indicaba claramente que el pueblo venezolano no estaba preparado para ello. Como consecuencia de esta precipitación, los anhelados cambios políticos que se suponía forjarían un futuro mejor para el pueblo venezolano, habían resultado, hasta ahora, un fraude. Lo mismo podía decirse del resto de la América española. El único cambio significativo había sido el de cambiar unos hombres con ansias de poder y riquezas, por otros hombres con las mismas, o tal vez peores, características. Hasta ahora, los cambios ejecutados no habían hecho otra cosa sino fortalecer el orden tradicional que había imperado hasta el presente. La estructura económica y social del país no había sufrido cambios significativos. Sin exagerar, se podría afirmar que casi cien años después de la Declaración de Independencia de Venezuela, el antiguo orden colonial seguía imperando sin mayores cambios. Y ahora con un agravante: la pésima situación económica. El país seguía en manos de un pequeño grupo de afortunados quienes imponían sus designios al resto de la población, los pobres seguían siendo pobres, las desigualdades e injusticias sociales más enraizadas que de costumbre, la esclavitud, con nuevas formas, seguían imponiendo su ley en la república, por lo que, la libertad aún era una ilusión en la mayor parte de la población.