La finalidad que nos proponemos no ha menester de grandes explicaciones. Anda por el mundo, vestida con ropajes que se parecen al de la verdad, una leyenda absurda y trágica que procede de reminiscencias de lo pasado y de desdenes de lo presente, en virtud de la cual, querámoslo o no, los españoles tenemos que ser, individual y colectivamente, crueles e intolerantes, amigos de espectáculos bárbaros y enemigos de toda manifestación de cultura y de progreso. Esta leyenda nos hace un daño incalculable y constituye un obstáculo enorme para nuestro desenvolvimiento nacional, pues las naciones son como los individuos, y de su reputación viven, lo mismo que éstos. Y como éstos, también, cuando la reputación de que gozan es mala, nadie cree en la firmeza, en la sinceridad ni en la realidad de sus propósitos. Esto ocurre precisamente con España. En vano somos, no ya modestos, sino humildes; en vano tributamos a lo ajeno alabanzas que por lo exageradas merecen alguna gratitud; en vano ponemos lo nuestro —aunque sea bueno— al nivel más bajo posible; en vano también progresamos, procurando armonizar nuestra vida colectiva con la de otras naciones: la leyenda persiste con todas sus desagradables consecuencias y sigue ejerciendo su lastimoso influjo. Somos y tenemos que ser un país fantástico; nuestro encanto consiste precisamente en esto, y las cosas de España se miran y comentan con un criterio distinto del que se emplea para juzgar las cosas de otros países: son cosas de España. (Juderías, J., “Al que leyere”, en este volumen)
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