El rßpido de Parës a Belfort atraviesa velozmente los arrabales. Aunque estamos en mayo, la maîana sin sol es frëa. Un fuerte viento del Noroeste impulsa grandes nubarrones que se deshacen en lluvia sobre los campos de trigo, de cebada y de alfalfa que cubren con sus variados matices las monðtonas llanuras de la Brie. Las gotas de lluvia pintan los mßs extraîos dibujos sobre los cristales de un vagðn de primera clase en que va un solo viajero quien parece preocuparse muy poco del mal tiempo. Abrigadas las piernas por ancha manta y una gorrilla sobre los ojos, estß absorto en la lectura de unos documentos y en el examen de unos planos que va sacando de una gran carpeta puesta sobre los almohadones y en la que puede leerse esta inscripciðn: Bosques de Val-Clavin.’Peticiðn de deslindes. Al travçs de la lluvia poco tiene de interesante el paisaje; pero, por la tensiðn de los m÷sculos de su rostro y por la honda preocupaciðn del viajero, se adivina que seguirëa del mismo modo indiferente a lo de afuera aunque llenara el sol el espacio todo y fuese el paisaje mucho mßs pintoresco. Es hombre de unos cincuenta aîos y, sin embargo, sus movimientos son ligeros, ßgiles; su vestir, muy cuidado y de una elegancia irreprochable, le da un aspecto de plena juventud. Sus rasgos son finos y correctos, en su barba cortada en punta y en sus cabellos castaîos se ven mezclados algunos hilillos blancos; el firme modelado de su boca y de su nariz aguileîa, con las dos arrugas verticales que afirman su entrecejo, indican en çl una fuerte voluntad. Cußndo levanta un poco su gorrilla para limpiar los cristales del vagðn empaîados por la humedad, se ven a plena luz sus ojos, hermosamente azules y de mirar dulcësimo, que corrigen por la expresiðn un poco dura y frëa de todo el rostro. En la solapa de la negra americana se destaca con fuerza una roseta roja. Una gran distinciðn de maneras, junto con sus actitudes reservadas y una bien estudiada gravedad descubren a un personaje perteneciente al mundo administrativo, y, aunque el expediente que examina no revelase su profesiðn, adivinarëase en çl a un funcionario que ha escalado elevados puestos y que estß bien penetrado de la importancia de su cargo. En efecto, «Amado Francisco Delaberge, oficial de la Legiðn de Honor», como dice el anuario, es inspector general de montes. Salido de la escuela de Nancy a los veintidðs aîos, ha ascendido rßpida y merecidamente. No sðlo posee vastësimos conocimientos en materia de selvicultura, sino que se mostrð siempre como un notable administrador. Lleno de amor por el oficio y dotado de una gran fuerza de trabajo, re÷ne al espëritu de organizaciðn la habilidad prßctica del hombre de negocios. Asë, hablan de çl sus compaîeros como de un futuro director general. La ÷nica cosa de que se le podrëa acusar es de una cierta frialdad de alma’esa impasibilidad egoësta del cçlibe, a quien la vida ha hecho sufrir poco y que no estß dispuesto a comprender los sufrimientos de los demßs.’En Delaberge, este defecto dçbese menos a una natural sequedad de corazðn que a las particulares condiciones en que su infancia y su juventud se desenvolvieron
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