Docena y media de casucas, algunas de ellas formadas en semicêrculo, a lo cual se llamaba plaza, y en el punto mÞs alto de ella una iglesia a la moda del dêa, es decir, ruinosa a partes, y a partes arruinada ya, era lo que componêa aíos hace, y seguirÞ componiendo probablemente, un pueblo cuyo nombre no figura en mapa alguno ni debe figurar tampoco en esta historia. En el tal pueblo todos los vecinos eran pobres, incluso el seíor cura, que se remendaba sus propios calzones y se aderezaba las cuatro patatas y pocas mÞs alubias con que se alimentaba cada dêa. Los tales pobres eran labradores de oficio, y todos, por consiguiente, comêan el miserable mendrugo cotidiano empapado en el sudor de un trabajo tan rudo como incesante. Todos dije, y dije mal: todos menos uno. Este uno se llamaba Simïn Cerojo, que habêa logrado interesar el corazïn de una moza de un pueblo inmediato, la cual moza le trajo al matrimonio cuatro mil reales de una herencia que le cayï de repente un aío antes de que Simïn la pretendiera
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