I Un vivo fuego llameaba en el dormitorio del anciano mædico. Estaba æl todavêa en el lecho, y embargado por el sentimiento de bienestar del hombre que ve terminada la labor de su existencia. Cuando se ha estado, durante medio siglo, sentado doce horas por dêa en un cabriolæ de mædico de campo, sacudido y zangoloteado por los guijarros y los mogotes de tierra, bien se le pueden pegar a uno las sÞbanas alguna vez, sobre todo cuando ha dejado su tarea a salvo en manos de otro mÞs joven. Alargï y estirï sus miembros cascados y volviï a hundir en las almohadas su rostro gastado y amarillento, salpicado de Þsperos vellos blancos, cual un viejo granito por el musgo de Islandia. Pero la costumbre, esa ama imperiosa que, durante tantos aíos, fuera indispensable o no, lo habêa sacado de su cama antes del amanecer, no le permitiï descansar ni aun entonces. Suspirï, bostezï, se avergonzï de su pereza y tomï la campanilla puesta a su cabecera, en la mesa de noche
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