El presidente Harry Truman actuó como comadrona en el nacimiento del nuevo estado de Israel y desde entonces ha contado con el reconocimiento de los judíos. Es probable que su actuación estuviera motivada por intereses puramente domésticos, sin embargo, esto no le impidió dejar por escrito, en su diario, que “los judíos no tienen sentido de la proporcionalidad en cuestiones mundiales”, y en una carta a Eleanor afirmó que “los Judíos son como todos los perdedores. Una vez en la cima son tan intolerantes y crueles como lo fueron con ellos cuando estaban abajo.
Estas palabras serían consideradas hoy en día como antisemitas, pero en aquellos momentos reflejaban una opinión generalizada en todo el mundo. Cuando las leí recordé los comentarios de un embajador occidental en una conversación en Tel Aviv hace muchos años: “Pobres judíos; nadie les quiere. Me pregunto por qué será”. No encontró respuesta alguna y era obvio que no la esperaba, pero como profesional de las relaciones públicas, con casi cincuenta años de experiencia a mis espaldas, he estado dándole vueltas desde entonces al problema de imagen de los judíos.
Llegué a Oriente Medio en marzo de 1957, cuando el ejército danés me destinó como observador militar en la Organización para la Supervisión de la Tregua de las Naciones Unidas (UNTSO). Por aquel entonces era yo un joven oficial de 29 años con una graduación temporal de comandante y con apenas unas vagas ideas de los problemas del Oriente Medio y de los pueblos y países de la zona.
Al igual que la mayoría de los daneses de mi generación, albergaba fuertes sentimientos de simpatía hacia los judíos que tanto habían padecido a manos de los Nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Había estado destinado en Alemania previamente con las fuerzas de ocupación danesas y visitado los campos de concentración. Lo que vi me impresionó en gran manera, pero a mi llegada a Jerusalén estaba decidido a ser completamente neutral en mi función de observador para las Naciones Unidas.
Estas palabras serían consideradas hoy en día como antisemitas, pero en aquellos momentos reflejaban una opinión generalizada en todo el mundo. Cuando las leí recordé los comentarios de un embajador occidental en una conversación en Tel Aviv hace muchos años: “Pobres judíos; nadie les quiere. Me pregunto por qué será”. No encontró respuesta alguna y era obvio que no la esperaba, pero como profesional de las relaciones públicas, con casi cincuenta años de experiencia a mis espaldas, he estado dándole vueltas desde entonces al problema de imagen de los judíos.
Llegué a Oriente Medio en marzo de 1957, cuando el ejército danés me destinó como observador militar en la Organización para la Supervisión de la Tregua de las Naciones Unidas (UNTSO). Por aquel entonces era yo un joven oficial de 29 años con una graduación temporal de comandante y con apenas unas vagas ideas de los problemas del Oriente Medio y de los pueblos y países de la zona.
Al igual que la mayoría de los daneses de mi generación, albergaba fuertes sentimientos de simpatía hacia los judíos que tanto habían padecido a manos de los Nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Había estado destinado en Alemania previamente con las fuerzas de ocupación danesas y visitado los campos de concentración. Lo que vi me impresionó en gran manera, pero a mi llegada a Jerusalén estaba decidido a ser completamente neutral en mi función de observador para las Naciones Unidas.