¿Quién dice que no existen los flechazos? En aquel tórrido verano de principios del milenio yo viví al menos dos. El primero, absolutamente improbable, hizo trizas uno de los mitos de mi infancia: el de mi tía Sole, que de joven había sido Miss Murcia con Gafas y a la que yo tenía en un altar. El segundo me afectó en primera persona cuando Elisa irrumpió en mi vida a contraluz, en la playa, de improviso, sin más argumentos que su minúsculo bikini. Aquella misma tarde, dispuesto a conquistarla a toda costa, acudí junto a mi amigo Nicolás a la superfiesta que la hija de aquel famoso escritor daba en su pedazo de chalé del paseo marítimo. Todo pintaba de maravilla, hasta que descubrimos que La Muerte también había decidido pasarse por allí.
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