La idea de Toulmin de investigar la lógica mediante la analogía o paralelo con la jurisprudencia tiene no solo la consecuencia de cambiar la atención llevándola desde la lógica tradicional (la lógica de modelo matemático) a la lógica como se despliega en lo que se conoce como procedimiento judicial, sino también la peculiaridad de un énfasis nuevo, un análisis más rico y penetrante de los principios, fundamentos o supuestos de cierta especie relevante de argumentos: justamente aquellos que abundan en los tribunales, en las secretarías de gobierno y en las regiones todas donde se toman las decisiones políticas y administrativas, donde la última instancia es el poder.
Una ventaja del modelo jurídico es dejar a la vista el ejercicio de la razón. En los tribunales se examinan crítica y rigurosamente los méritos de una demanda. Pero toda demanda termina en lo que termina: sustantivamente, por la relación en que se encuentra con la ley. Lo que queda en el centro de todo el procedimiento es la cuestión de si la demanda se ajusta o no a la ley. Y la ley es... la ley. La analogía jurídica termina allí. Sin embargo, si es cierto (y parece que sí lo es) que mediante el modelo jurídico ponemos en el centro de la atención la función crítica de la razón, entonces, ésta tendría que hacernos sentir mucho más que un barrunto sobre la ley: impulsarnos con su hábito propio, su hábito crítico, al examen de la ley, a la indagación de su naturaleza y sus fuentes. ¿Y qué si la razón tuviera que aceptar que la ley no es más que una expresión del poder? ¿Terminaría en ese punto la función crítica de la razón? ¿O habría la pretensión de que no es la fuerza lo que nos obliga en los tribunales? Acaso se sugiera: La fuerza establece la ley, confiada en que, ejercida, es una actividad en la que más bien que mal se va a desplegar cierta racionalidad que encontramos en los tribunales y en cuyo despliegue observamos los cuidados distinciones y sutilezas que llamamos “ejercicio crítico de la razón”, ejercicio para el cual hay un obvio límite representado por el punto donde ya no hay más razones sino tan solo fuerza.
Una ventaja del modelo jurídico es dejar a la vista el ejercicio de la razón. En los tribunales se examinan crítica y rigurosamente los méritos de una demanda. Pero toda demanda termina en lo que termina: sustantivamente, por la relación en que se encuentra con la ley. Lo que queda en el centro de todo el procedimiento es la cuestión de si la demanda se ajusta o no a la ley. Y la ley es... la ley. La analogía jurídica termina allí. Sin embargo, si es cierto (y parece que sí lo es) que mediante el modelo jurídico ponemos en el centro de la atención la función crítica de la razón, entonces, ésta tendría que hacernos sentir mucho más que un barrunto sobre la ley: impulsarnos con su hábito propio, su hábito crítico, al examen de la ley, a la indagación de su naturaleza y sus fuentes. ¿Y qué si la razón tuviera que aceptar que la ley no es más que una expresión del poder? ¿Terminaría en ese punto la función crítica de la razón? ¿O habría la pretensión de que no es la fuerza lo que nos obliga en los tribunales? Acaso se sugiera: La fuerza establece la ley, confiada en que, ejercida, es una actividad en la que más bien que mal se va a desplegar cierta racionalidad que encontramos en los tribunales y en cuyo despliegue observamos los cuidados distinciones y sutilezas que llamamos “ejercicio crítico de la razón”, ejercicio para el cual hay un obvio límite representado por el punto donde ya no hay más razones sino tan solo fuerza.