El sonido de una trompeta en la mitad de la noche. Un gato se incorpora y se estira hasta abrir un túnel bajo sus patas. La cámara inicia su recorrido al ras del suelo, atraviesa el túnel, sube unos centímetros y llega hasta una biblioteca. Plano general. Los lomos de los libros aparecen como gruesas pinceladas en un mural. Se ve el contorno de un sillón de orejas desde atrás, a un costado. Alguien se para, entra en escena, y elige libros. Los pone sobre una mesa cercana, va tomando uno a uno, los sacude y caen las palabras. Después las ordena sobre un mantel oscuro para contemplarlas como un cirujano segundos antes de usar sus instrumentos. Y empieza a construir mundos nuevos, otros mundos. Fugaces y no tan fugaces. De 20 años o recién nacidos.
Con un ex presidente como protagonista de un partido de fútbol o con un boxeador en la soledad de un hotel cinco estrellas o con un ministro de Economía que elige ser espectador de películas ajenas por un rato o hasta con un asesino a sueldo que emociona como asesino a sueldo. Con más películas que transforma en otras películas, playas de estacionamientos en gigantescos escenarios, calles de grandes ciudades en acordes que terminan en mochilas. Con obituarios hechos como discursos ante toda la vida que deja la muerte. Y respira aliviado al expulsar todos esos mundos, su mundo. El de Eduardo Alvariza. El que siempre admiraré y disfrutaré. Al que los invito, seguro de que tiene sólo puerta de entrada.
Con un ex presidente como protagonista de un partido de fútbol o con un boxeador en la soledad de un hotel cinco estrellas o con un ministro de Economía que elige ser espectador de películas ajenas por un rato o hasta con un asesino a sueldo que emociona como asesino a sueldo. Con más películas que transforma en otras películas, playas de estacionamientos en gigantescos escenarios, calles de grandes ciudades en acordes que terminan en mochilas. Con obituarios hechos como discursos ante toda la vida que deja la muerte. Y respira aliviado al expulsar todos esos mundos, su mundo. El de Eduardo Alvariza. El que siempre admiraré y disfrutaré. Al que los invito, seguro de que tiene sólo puerta de entrada.