¡Qué aburrido se sentía Ignacio en aquella inmensa habitación! Eran las nueve de la mañana de un lunes y no tenía nada qué hacer. Su vida no tenía sentido. El dinero le sobraba. No necesitaba trabajar. Amigos verdaderos no existían. Sabía muy bien que aquellos bohemios eran leales a su fortuna, mas no a él. Su único y verdadero compañero era su perrito Saltarín, hermoso Schnauzer de color gris, pequeño y travieso.
Cierto día caminando por la avenida La Playa vio al pequeño perdido deteniéndose frente a él. El animalito lo miraba tan tiernamente que, cosa rara en Ignacio, tan despreocupado, sin saber el por qué, lo tomó entre sus brazos, lo llevó a su casa dándole abrigo y comida.
Seguramente el perrito estaba bien cuidado porque era hermoso. Sus blancos dientes reflejaban su edad: Tres o cuatro meses.
Ignacio no encontraba el nombre apropiado para su mascota. Siempre lo llamaba: -Ven acá chico y el pequeñín corría hacia él. El perrito saltaba en dos patitas cuando quería alcanzar algo, entonces el joven le decía: -Salta, salta, Saltarín y el perrito saltaba. Desde ese momento el pequeño Schnauzer, el protegido del millonario se llamó Saltarín.
A veces Ignacio bailaba en su habitación al son de un vals y Saltarín lo imitaba. Estaba admirado por los conocimientos del pequeño. Como no tenía nada mejor qué hacer compró un libro para entrenarlo dedicando todo su tiempo a esta labor.
Saltarín y su dueño dormían juntos. Ese lunes, como siempre, Ignacio despertó a las nueve de la mañana. El perrito movía sus patitas perezosamente acurrucándose en la cama, como diciéndole a su propietario que aún tenía sueño. Se cobijaron de nuevo durmiéndose hasta las doce.
María, su ama de llaves, nunca entraba a la habitación antes de las once. Llevaba un delicioso jugo de naranja bien helado para calmarle el malestar producido por una noche de licor con los amigotes que eran tan vagos como él.
Ignacio estaba ávido de aventuras pero como era perezoso no sabía qué hacer. Todas las noches invitaba a sus camaradas. Jugaban cartas mientras bebían grandes cantidades de whisky. Los bohemios totalmente embriagados se iban a las tres o cuatro de la mañana, hora en que Ignacio y Saltarín se acostaban.
El grupo de amigos estaba conformado por: Luis Muñoz, pintor, Jorge Suárez, músico, Miguel Acevedo, poeta y Mario Ospina, escritor. Todos eran iguales a Ignacio: Despreocupados. No tenían en qué ocupar su tiempo. Trabajaban poco por eso no progresaban.
Cierta noche, con la cabeza nublada por el licor, sus camaradas le comentaban lo que era la vida de pobreza y humildad. Nunca tuvo necesidad de trabajar por eso era tan insensible al dolor ajeno. En cambio ellos tenían gran corazón. Se inspiraban en la miseria para sus pinturas, poemas y escritos. Decían al joven de veinticinco años que no era capaz de pasar, ni siquiera un solo día, en un barrio pobre de la ciudad. Ignacio totalmente embriagado respondió a sus amigos: - Hagamos algo mejor. -Apostemos a que puedo vivir dos años en la más absoluta miseria. -Si rompo mi palabra regalo todo mi dinero a instituciones benéficas o bien a ustedes. Si gano, trabajarán gratis para mí durante un año.
Redactaron un oficio donde cada uno de ellos estampó su firma. Mario, considerado como el más serio guardó el escrito. Ese lunes, cuando despertó, recordaba vagamente lo sucedido. Sabiendo que había empeñado su palabra, decidió levantarse y comenzar a cumplir esa estúpida apuesta hecha en un momento de locura: -¡“Vivir en la miseria”! -¡Qué horror! Pensaba Ignacio. Sino cumplía, en verdad tendría que pasar el resto de su vida en la pobreza absoluta. Eso jamás.
Cierto día caminando por la avenida La Playa vio al pequeño perdido deteniéndose frente a él. El animalito lo miraba tan tiernamente que, cosa rara en Ignacio, tan despreocupado, sin saber el por qué, lo tomó entre sus brazos, lo llevó a su casa dándole abrigo y comida.
Seguramente el perrito estaba bien cuidado porque era hermoso. Sus blancos dientes reflejaban su edad: Tres o cuatro meses.
Ignacio no encontraba el nombre apropiado para su mascota. Siempre lo llamaba: -Ven acá chico y el pequeñín corría hacia él. El perrito saltaba en dos patitas cuando quería alcanzar algo, entonces el joven le decía: -Salta, salta, Saltarín y el perrito saltaba. Desde ese momento el pequeño Schnauzer, el protegido del millonario se llamó Saltarín.
A veces Ignacio bailaba en su habitación al son de un vals y Saltarín lo imitaba. Estaba admirado por los conocimientos del pequeño. Como no tenía nada mejor qué hacer compró un libro para entrenarlo dedicando todo su tiempo a esta labor.
Saltarín y su dueño dormían juntos. Ese lunes, como siempre, Ignacio despertó a las nueve de la mañana. El perrito movía sus patitas perezosamente acurrucándose en la cama, como diciéndole a su propietario que aún tenía sueño. Se cobijaron de nuevo durmiéndose hasta las doce.
María, su ama de llaves, nunca entraba a la habitación antes de las once. Llevaba un delicioso jugo de naranja bien helado para calmarle el malestar producido por una noche de licor con los amigotes que eran tan vagos como él.
Ignacio estaba ávido de aventuras pero como era perezoso no sabía qué hacer. Todas las noches invitaba a sus camaradas. Jugaban cartas mientras bebían grandes cantidades de whisky. Los bohemios totalmente embriagados se iban a las tres o cuatro de la mañana, hora en que Ignacio y Saltarín se acostaban.
El grupo de amigos estaba conformado por: Luis Muñoz, pintor, Jorge Suárez, músico, Miguel Acevedo, poeta y Mario Ospina, escritor. Todos eran iguales a Ignacio: Despreocupados. No tenían en qué ocupar su tiempo. Trabajaban poco por eso no progresaban.
Cierta noche, con la cabeza nublada por el licor, sus camaradas le comentaban lo que era la vida de pobreza y humildad. Nunca tuvo necesidad de trabajar por eso era tan insensible al dolor ajeno. En cambio ellos tenían gran corazón. Se inspiraban en la miseria para sus pinturas, poemas y escritos. Decían al joven de veinticinco años que no era capaz de pasar, ni siquiera un solo día, en un barrio pobre de la ciudad. Ignacio totalmente embriagado respondió a sus amigos: - Hagamos algo mejor. -Apostemos a que puedo vivir dos años en la más absoluta miseria. -Si rompo mi palabra regalo todo mi dinero a instituciones benéficas o bien a ustedes. Si gano, trabajarán gratis para mí durante un año.
Redactaron un oficio donde cada uno de ellos estampó su firma. Mario, considerado como el más serio guardó el escrito. Ese lunes, cuando despertó, recordaba vagamente lo sucedido. Sabiendo que había empeñado su palabra, decidió levantarse y comenzar a cumplir esa estúpida apuesta hecha en un momento de locura: -¡“Vivir en la miseria”! -¡Qué horror! Pensaba Ignacio. Sino cumplía, en verdad tendría que pasar el resto de su vida en la pobreza absoluta. Eso jamás.
