Triana es la ruta de la memoria. Calle Mayor de la Isla y punto de encuentro de los isleños, de los ciudadanos. Triana es historia del pueblo, de nuestra gente, que se construye en el tránsito de la palabra. Por aquí discurre un río de palabras y de pensamiento. También circula el sentimiento. Y ahora, que ha alcanzado el rango de peatonal, se puede transitar con sosiego en un periplo múltiple de norte a sur o de ayer a hoy, y vuelta a empezar. Es espejo de las generaciones que se entrecruzan desde lo que fue aquella febril arteria, como la definió Tomás Morales hace casi cien años, hasta ahora en que ha devenido en un continuo paso y poso de humanidad.
Es Triana lugar para el diálogo y el encuentro. Una noche de febrero, en la salida de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Gran Canaria, después de haber asistido a una conferencia del arquitecto José Luis Gago sobre sus ideas del urbanismo de la ciudad, coincidimos con el profesor Antonio de Béthencourt, y desde allí enfilamos ambos la calle Mendizábal. Era una noche fría y gélida de febrero, que se recrudeció con la humedad marina en el tramo que cruza la avenida del viejo barranco. La salpicada conversación pronto quedó centrada y trenzada sobre el tema del azúcar. La producción azucarera en la isla. «De eso quien más sabe es el profesor Antonio Macías, dijo, pero yo le podría decir algunas cosas». Y así, paso a paso, rompiendo el frío de la noche, atravesamos el barranco y enfilamos Triana. En trescientos metros, entre parada y parada, hasta la travesía de Perdomo, don Antonio de Béthencourt se fue despachando con datos, referencias, ejemplos y relaciones que me inspiraron de pronto la realización de este proyecto. «Un día con más sosiego, sentado en un café, o simplemente paseando, se lo podía contar», dijo Béthencourt. Creo que aquella noche se concitaron los ingredientes: el historiador, el cronista y el escenario. Una semana más tarde la idea empezó a tomar forma.
Los temas: unos propuestos por mí mismo y otros por el propio maestro. Y aquí están los apuntes de sus lecciones. La metodología: muy sencilla, a modo de conversación, como una lección que ofrece el maestro y el alumno escucha atento, con curiosidad extrema para no perderse una palabra. Toma notas, reflexiona, pide una aclaración y se vuelve sobre el tema cuando la ocasión es propicia. El viejo maestro, a sus 92 años, no estuvo en desacuerdo en la denominación inicial: 10 lecciones de Antonio de Béthencourt. No obstante, a las dos semanas de haber iniciado esta actividad peripatética me propone que preferiría que en vez de «lecciones» se denominaran «paseos», título que era menos duro de cara a los posibles lectores. Ni que decir tiene que asentí sin pestañear. ¿Por qué diez? Diez mandamientos, un número referencial. Entre el testimonio y el mandamiento para reflexionar o para cotejar, como isleños, nuestros errores con el devenir de la historia. Y cada paseo, cada tema con una extensión textual aproximada de diez o doce o quince páginas. Ya veríamos lo que la conversación daría de sí.
Aquella noche, ―recuerdo― cuando atravesábamos Triana, un vitalista Antonio de Béthencourt rompía el frío de la calle con sus ganas de contar cosas. Pero su voz estaba cansada. Y los ojos le brillaban. El cronista se vio en la necesidad moral de atrapar esta sabiduría a flor de piel, de no dejarla escapar por el bien de todos. Luego vinieron las horas de charla, el ajuste de los horarios, la elección de la ruta, unas veces por el centro de la propia calle y otras por las travesías aledañas, el deambular por cafés y plazuelas, terrazas viejas y cafeterías de nuevo diseño. Y en medio de todo ello, el pálpito de los transeúntes, cada uno en su ocio o en su negocio, viendo pasar la historia viva de la ciudad, o siendo, como lo eran, protagonistas activos de su vida cotidiana.
Es Triana lugar para el diálogo y el encuentro. Una noche de febrero, en la salida de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Gran Canaria, después de haber asistido a una conferencia del arquitecto José Luis Gago sobre sus ideas del urbanismo de la ciudad, coincidimos con el profesor Antonio de Béthencourt, y desde allí enfilamos ambos la calle Mendizábal. Era una noche fría y gélida de febrero, que se recrudeció con la humedad marina en el tramo que cruza la avenida del viejo barranco. La salpicada conversación pronto quedó centrada y trenzada sobre el tema del azúcar. La producción azucarera en la isla. «De eso quien más sabe es el profesor Antonio Macías, dijo, pero yo le podría decir algunas cosas». Y así, paso a paso, rompiendo el frío de la noche, atravesamos el barranco y enfilamos Triana. En trescientos metros, entre parada y parada, hasta la travesía de Perdomo, don Antonio de Béthencourt se fue despachando con datos, referencias, ejemplos y relaciones que me inspiraron de pronto la realización de este proyecto. «Un día con más sosiego, sentado en un café, o simplemente paseando, se lo podía contar», dijo Béthencourt. Creo que aquella noche se concitaron los ingredientes: el historiador, el cronista y el escenario. Una semana más tarde la idea empezó a tomar forma.
Los temas: unos propuestos por mí mismo y otros por el propio maestro. Y aquí están los apuntes de sus lecciones. La metodología: muy sencilla, a modo de conversación, como una lección que ofrece el maestro y el alumno escucha atento, con curiosidad extrema para no perderse una palabra. Toma notas, reflexiona, pide una aclaración y se vuelve sobre el tema cuando la ocasión es propicia. El viejo maestro, a sus 92 años, no estuvo en desacuerdo en la denominación inicial: 10 lecciones de Antonio de Béthencourt. No obstante, a las dos semanas de haber iniciado esta actividad peripatética me propone que preferiría que en vez de «lecciones» se denominaran «paseos», título que era menos duro de cara a los posibles lectores. Ni que decir tiene que asentí sin pestañear. ¿Por qué diez? Diez mandamientos, un número referencial. Entre el testimonio y el mandamiento para reflexionar o para cotejar, como isleños, nuestros errores con el devenir de la historia. Y cada paseo, cada tema con una extensión textual aproximada de diez o doce o quince páginas. Ya veríamos lo que la conversación daría de sí.
Aquella noche, ―recuerdo― cuando atravesábamos Triana, un vitalista Antonio de Béthencourt rompía el frío de la calle con sus ganas de contar cosas. Pero su voz estaba cansada. Y los ojos le brillaban. El cronista se vio en la necesidad moral de atrapar esta sabiduría a flor de piel, de no dejarla escapar por el bien de todos. Luego vinieron las horas de charla, el ajuste de los horarios, la elección de la ruta, unas veces por el centro de la propia calle y otras por las travesías aledañas, el deambular por cafés y plazuelas, terrazas viejas y cafeterías de nuevo diseño. Y en medio de todo ello, el pálpito de los transeúntes, cada uno en su ocio o en su negocio, viendo pasar la historia viva de la ciudad, o siendo, como lo eran, protagonistas activos de su vida cotidiana.