En oposición a los mitos falaces, tan difundidos, machacados hasta el hastío en escuelas y manuales, que han deformado la leyenda imperial, el EMPERADOR NAPOLEÓN, como cualquier soldado que ha visto, y más aún, vivido y sufrido en carne propia las atrocidades de un campo de batalla, sentía horror por la guerra, actividad a la que definía como «un oficio de bárbaros». El Emperador era un hombre profundamente bueno, clemente y generoso, que amaba al pueblo y a sus soldados como a sus propios hijos. En toda su vida, Napoleón nunca desencadenó una sola guerra.
En efecto, todos los conflictos bélicos que ensangrentaron a Europa durante el periodo incorrecta e insidiosamente llamado de las «Guerras Napoleónicas», y que sería más correcto –y sobre todo honesto– llamar de las «guerras de las Coaliciones», le fueron impuestos por los monarcas legitimistas que reinaban en el continente, enemigos de la Francia nueva, libertaria, próspera, dirigida y encarnada por Napoleón, el campeón de los Derechos del Hombre, de las libertades civiles incipientes y del Estado láico, grandes principios reformadores que se diseminaban por el continente conforme el Emperador implantaba sus «masas de granito» a su paso por una Europa absolutista, que luchaba encarnizadamente por conservar sus privilegios ancestrales y las prerrogativas de sus élites dirigentes.
En efecto, en su núcleo, esta guerra a muerte tenía dos facetas, la económica y la ideológica, y estaba concebida, dirigida y financiada por Inglaterra, para la cual la prosperidad de Francia representaba una grave amenaza para sus proyectos de hegemonía colonial y comercial a escala planetaria. Para Albión, el estallido de la guerra civil durante la Revolución francesa representaba pues una excelente e inesperada oportunidad de acabar de una vez con su eterno y acérrimo rival. Bástenos mencionar aquí lo que decía el ministro inglés William Pitt al Parlamento el 29 de diciembre de 1796: «Inglaterra no consentirá nunca la reunión de Bélgica a Francia. Haremos la guerra mientras Francia no haya regresado a sus límites de 1789». Como sabemos, cumplió su palabra, y sus sucesores después de él, salvo durante el breve periodo que duró la Paz de Amiens, del 25 de marzo de 1802 al 16 de mayo de 1803, misma que Inglaterra se encargó de romper por medio de la piratería de Estado, violando los tratados y sus garantías de paz, lo cual denunciarían contemporáneos insignes de los ámbitos político e intelectual británicos como Charles James Fox o el poeta Lord Byron, entre otros. En el plano internacional, el embajador de Rusia en Londres, el conde Simón de Voronzov, plasmó ese mismo año en los términos siguientes su testimonio edificante de diplomático advertido: «El objetivo del Gabinete inglés será siempre aniquilar a Francia como su único rival, y reinar después despóticamente sobre el universo entero».
En efecto, todos los conflictos bélicos que ensangrentaron a Europa durante el periodo incorrecta e insidiosamente llamado de las «Guerras Napoleónicas», y que sería más correcto –y sobre todo honesto– llamar de las «guerras de las Coaliciones», le fueron impuestos por los monarcas legitimistas que reinaban en el continente, enemigos de la Francia nueva, libertaria, próspera, dirigida y encarnada por Napoleón, el campeón de los Derechos del Hombre, de las libertades civiles incipientes y del Estado láico, grandes principios reformadores que se diseminaban por el continente conforme el Emperador implantaba sus «masas de granito» a su paso por una Europa absolutista, que luchaba encarnizadamente por conservar sus privilegios ancestrales y las prerrogativas de sus élites dirigentes.
En efecto, en su núcleo, esta guerra a muerte tenía dos facetas, la económica y la ideológica, y estaba concebida, dirigida y financiada por Inglaterra, para la cual la prosperidad de Francia representaba una grave amenaza para sus proyectos de hegemonía colonial y comercial a escala planetaria. Para Albión, el estallido de la guerra civil durante la Revolución francesa representaba pues una excelente e inesperada oportunidad de acabar de una vez con su eterno y acérrimo rival. Bástenos mencionar aquí lo que decía el ministro inglés William Pitt al Parlamento el 29 de diciembre de 1796: «Inglaterra no consentirá nunca la reunión de Bélgica a Francia. Haremos la guerra mientras Francia no haya regresado a sus límites de 1789». Como sabemos, cumplió su palabra, y sus sucesores después de él, salvo durante el breve periodo que duró la Paz de Amiens, del 25 de marzo de 1802 al 16 de mayo de 1803, misma que Inglaterra se encargó de romper por medio de la piratería de Estado, violando los tratados y sus garantías de paz, lo cual denunciarían contemporáneos insignes de los ámbitos político e intelectual británicos como Charles James Fox o el poeta Lord Byron, entre otros. En el plano internacional, el embajador de Rusia en Londres, el conde Simón de Voronzov, plasmó ese mismo año en los términos siguientes su testimonio edificante de diplomático advertido: «El objetivo del Gabinete inglés será siempre aniquilar a Francia como su único rival, y reinar después despóticamente sobre el universo entero».