¿Qué fue el 23 F? ¿Cuál fue el papel del rey? ¿Cómo explicarlo? Durante varios años se han aireado todo tipo de especies, cultivadas principalmente desde los órganos de dirección del Servicio de Inteligencia Cesid, hoy CNI. El intento de golpe de estado habría sido según la versión oficial y políticamente correcta un golpe involutivo; una regresión hacia un tardofranquismo deseado por una rehala de delirantes militares golpistas y de algunos pequeños políticos ya amortizados, que añoraban un reciente pasado de dictadura, de régimen autoritario. Y que serían reacios a aceptar un sistema de libertades, de participación plural y de democracia estable.
Sospechosamente, tras el fracaso del 23 F, los dirigentes y responsables de los partidos políticos que jugaron con fuego con operaciones de dudosa constitucionalidad, se mostrarían más prudentes sin hacer demasiadas preguntas ni abrir investigación alguna. Sencillamente se dieron por satisfechos afirmando que el rey Juan Carlos había salvado la democracia al desbaratar con su actuación la locura golpista, porque supo sujetar con su autoridad a la mayor parte de los militares que aquella noche fueron leales y demócratas.“El rey la noche del 23 F se ganó la legitimidad de ejercicio”, se ha venido repitiendo de forma monocorde y cansina, pero lo cierto es que en el veintitrés de febrero de 1981 el rey Juan Carlos fue la clave principal, la pieza fundamental. Antes, durante y después. Todos, absolutamente todos, los que aquel día tuvieron algún grado de participación creyeron sin duda alguna que actuaban bajo las órdenes y los deseos del rey. En un sentido y en otro, todo se hizo en torno al rey. Todo pasó por el rey. Y durante un buen puñado de horas el rey estuvo “a verlas venir”. Sin la figura del rey jamás habría habido ni existido 23 F. Quizá otra cosa en otro momento, pero no el 23 de febrero, que fue para lo que fue: un golpe sobre el sistema, tramado, desarrollado y ejecutado desde dentro del sistema para la corrección del propio sistema. Por lo tanto, no es que el rey tuviera conocimiento del mismo, que sí lo tuvo, sino que estuvo absolutamente involucrado en la operación. Ya fuera motu proprio o por dejar hacer. “¡A mí dádmelo hecho!”, sería la frase que repetiría en diversas ocasiones a lo largo de 1980 y en las semanas anteriores al veintitrés de febrero de 1981, cuando se le hablaba de la Operación De Gaulle versus Operación Armada.
En el 23 de febrero de 1981 no hubo conspiración militar ni rebeliones de capitanías generales ni de generales ni varios golpes simultáneos, cogido alguno de ellos al vuelo de la improvisación; sino un entramado criptopolítico en el que una vez alcanzado el consenso básico sobre la fórmula gobierno de gestión presidido por el general Armada, que estaba integrado por representantes de todos los partidos políticos, se generó artificialmente un SAM –Supuesto Anticonstitucional Máximo- con la acción del teniente coronel Tejero –quien al final sería el chivo expiatorio-; se buscó la participación de dos generales monárquicos de probada lealtad al rey Juan Carlos, y la exhibición mínima de la fuerza, que forzara alcanzar el objetivo de la aceptación política, pública y social de ese gobierno de integración, que debía resolverse sin derramamiento de sangre ni represión social.
Ese fue el diseño tramado como una operación especial, un golpe institucional, elaborado y ejecutado desde la dirección del servicio de inteligencia –Cesid- para corregir los excesos cometidos por unos gobiernos de centro, y un presidente de gobierno -Adolfo Suárez- a quien se le había escapado el control de la situación política. Y de cuyo desplome se corría el peligro de arrastrar también a la corona en su caída; entre otras cosas, por la manifiesta vinculación personal y de compromiso que el propio rey Juan Carlos había dado a los gobiernos Suárez como gobiernos del rey. Al menos durante el tiempo en el que las sinergias entre ambos funcionaron plenamente.
Sospechosamente, tras el fracaso del 23 F, los dirigentes y responsables de los partidos políticos que jugaron con fuego con operaciones de dudosa constitucionalidad, se mostrarían más prudentes sin hacer demasiadas preguntas ni abrir investigación alguna. Sencillamente se dieron por satisfechos afirmando que el rey Juan Carlos había salvado la democracia al desbaratar con su actuación la locura golpista, porque supo sujetar con su autoridad a la mayor parte de los militares que aquella noche fueron leales y demócratas.“El rey la noche del 23 F se ganó la legitimidad de ejercicio”, se ha venido repitiendo de forma monocorde y cansina, pero lo cierto es que en el veintitrés de febrero de 1981 el rey Juan Carlos fue la clave principal, la pieza fundamental. Antes, durante y después. Todos, absolutamente todos, los que aquel día tuvieron algún grado de participación creyeron sin duda alguna que actuaban bajo las órdenes y los deseos del rey. En un sentido y en otro, todo se hizo en torno al rey. Todo pasó por el rey. Y durante un buen puñado de horas el rey estuvo “a verlas venir”. Sin la figura del rey jamás habría habido ni existido 23 F. Quizá otra cosa en otro momento, pero no el 23 de febrero, que fue para lo que fue: un golpe sobre el sistema, tramado, desarrollado y ejecutado desde dentro del sistema para la corrección del propio sistema. Por lo tanto, no es que el rey tuviera conocimiento del mismo, que sí lo tuvo, sino que estuvo absolutamente involucrado en la operación. Ya fuera motu proprio o por dejar hacer. “¡A mí dádmelo hecho!”, sería la frase que repetiría en diversas ocasiones a lo largo de 1980 y en las semanas anteriores al veintitrés de febrero de 1981, cuando se le hablaba de la Operación De Gaulle versus Operación Armada.
En el 23 de febrero de 1981 no hubo conspiración militar ni rebeliones de capitanías generales ni de generales ni varios golpes simultáneos, cogido alguno de ellos al vuelo de la improvisación; sino un entramado criptopolítico en el que una vez alcanzado el consenso básico sobre la fórmula gobierno de gestión presidido por el general Armada, que estaba integrado por representantes de todos los partidos políticos, se generó artificialmente un SAM –Supuesto Anticonstitucional Máximo- con la acción del teniente coronel Tejero –quien al final sería el chivo expiatorio-; se buscó la participación de dos generales monárquicos de probada lealtad al rey Juan Carlos, y la exhibición mínima de la fuerza, que forzara alcanzar el objetivo de la aceptación política, pública y social de ese gobierno de integración, que debía resolverse sin derramamiento de sangre ni represión social.
Ese fue el diseño tramado como una operación especial, un golpe institucional, elaborado y ejecutado desde la dirección del servicio de inteligencia –Cesid- para corregir los excesos cometidos por unos gobiernos de centro, y un presidente de gobierno -Adolfo Suárez- a quien se le había escapado el control de la situación política. Y de cuyo desplome se corría el peligro de arrastrar también a la corona en su caída; entre otras cosas, por la manifiesta vinculación personal y de compromiso que el propio rey Juan Carlos había dado a los gobiernos Suárez como gobiernos del rey. Al menos durante el tiempo en el que las sinergias entre ambos funcionaron plenamente.