En México la mayoría de los secuestros no duran más de una semana, pero Bosco Gutiérrez, un renombrado arquitecto de D. F., vive casi trescientos días encerrado en una habitación de tres metros de largo por uno de ancho sin saber si su familia podrá negociar su salida. Será en ese espacio diminuto y privado de todo lo que creía importante donde este hombre aprenderá a llevar las riendas de su vida y descubrirá la verdadera libertad. Los primeros días se deja ir, sucumbe a la desesperación y decide no hacer nada. Apenas come, no se lava, ni siquiera se mueve del rincón donde se ha dejado caer. Está convencido de que nada cambiará su suerte. Para celebrar el día de la independencia de México, sus secuestradores le conceden un deseo y él pide un whisky. Se le hace la boca agua de pensarlo. Le llevan un vaso lleno hasta el borde y él lo mira con entusiasmo. Mientras se regodea pensando cómo lo va a degustar, la voz de su conciencia, que es donde Dios le habla, le dice que se lo ofrezca. ¿No es suficiente su secuestro? ¿Tiene que renunciar también a ese placer que quizá sea el único en días? No parece justo. Éste es el punto de inflexión; es cuando cambia la desesperación por la construcción de su hogar interior. Bosco se da cuenta de que tiene algo que ofrecer y por tanto se hace dueño de su propio destino. Si ésta es su vida, tendrá que hacer algo con ella: ejercicio; un pequeño gancho para, quizá, escapar un día; inventar una forma de contar los días… hasta 257. Es la sorprendente historia de cómo de una situación que parece no tener salida no sólo se puede salir sino que se puede salir reforzado. Todo depende de uno mismo.
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