“Y Agustín miró por primera vez sus manos, sus blancas y diminutas manos de niño. Y se animó a mirar sus piernas, desnudas y pálidas...
Agustín era un niño. Así nomás. De repente, sin aviso ni explicación, la caprichosa alquimia del destino había transformado la vida en vida en el pedregoso crisol de una ensenada.”
La mirada de la inocencia es la más sabia, es la única que puede hacer aquellas preguntas que resultan impronunciables para la razón. Como lo supo hacer el Principito de Antoine de Saint-Exupéry, Agustín Corazonabierto nos enfrenta a nosotros mismos y nos devuelve una imagen a veces inesperada. Nos pone el espejo delante, ese que nunca queremos mirar.
Alegoría de la paz y el saber a través del maravilloso recurso de la transformación, este niño que nos mira con ojos profundos nos lleva y nos trae a través de la lectura y nos deja siempre perplejos.