Y sin darse cuenta de que el mundo había enmudecido bajo aquel parpadeo, cruzó la puerta del bar. La música de un tocadiscos de esos viejos a monedas se difuminaba entre el humo y las mesas. Probablemente no conocía ninguno de los cinco discos que aún se conservaban, como reliquias, depositados verticalmente en aquellas ranuras. Cogió una moneda y eligió un disco al azar mientras encendía un pitillo con boquilla. Llevaba horas bajo la lluvia intentando encontrar un hotel donde pasar la noche y estaba empapada, pero aún le acompañaba el olor a clase alta.
Eran las seis de la tarde y el sol se suponía en el cielo, aunque las espesas nubes no dejasen ninguna pista. –Nada extraño en Inglaterra- pensó. Dentro del bar siempre era de noche: las máquinas tragaperras hipnotizaban con sus sonidos electrónicos, tres borrachos discutían sobre el Manchester United tirando cervezas, una camarera, baja y rechoncha, servía cerveza oscura y el encargado charlaba con dos hombres sórdidos que parecían habituales.
Se acercaba a la barra cuando descubrió, tras una columna, a un hombre desaliñado que había dejado de tomar notas para mirarle el escote. Se detuvo indignada. Cuando apartó los ojos de sus pechos y notó que ella le observaba, no pudo evitar que sus mejillas pasasen del blanco más pálido a un rojo intenso que le ruborizaba aún más. Había conocido a muchos como él a lo largo de su vida. Roma estaba llena de ellos. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, canoso, con barba de cinco días y ojos pequeños de un color azul casi transparente. Su mirada delataba el idealismo más absoluto y su camisa arrugada la soledad de un pequeño apartamento al sur de la ciudad.
- Paola- dijo mientras acercaba la mano para que se la estrechara.
- Ernest- respondió entre balbuceos cogiendo torpemente su mano.
- ¿Estoy manchada?- dijo irónicamente.
- ¿Cómo?
- Sí, que si estoy manchada. Como no deja de mirar mi blusa…- se le notaba el acento italiano al pronunciar la r y un fuerte carácter al hablar. Era de esas mujeres que te dominan sin que apenas te des cuenta y cuando lo haces, quieres más.
- Ah, no, no, disculpe, disculpe, estaba absorto en mi última novela. Estoy totalmente atascado.
- ¿Así que es usted escritor? De los que prefiere imaginar a vivir. Lo suponía – concluyó en alto -y ¿de qué va? –No parecía que la hubiese oído. Otra vez andaba perdido en aquel canalillo que, aunque prudentemente tapado, no parecía terminar, mientras ella se atusaba su cabellera rubia- El libro, ¿de qué trata? –empezaba a sacarle de quicio tanta obsesión por sus atributos.
- Pues en eso estoy, de un asesinato, pero no sé muy bien qué hacer con los personajes. Escribir es muy divertido: creas los personajes tal y como quieres que sean y luego los destruyes a tu antojo. Por cierto, he notado que no es de por aquí.- Enfundó su pluma para dedicarse más intensamente a la conversación con aquella extranjera de ojos verdes y larga melena rubia que no acababa de secarse.
- Sí, ya lo sé, mi inglés no es perfecto. Soy italiana, de Roma más concretamente. He venido a Manchester a una subasta este viernes en el Grosvenor Casino. Estuve buscando mi hotel durante horas, se ve que el taxista que me trajo hasta aquí estaba algo desorientado. ¿No sabría usted dónde está el Britannia Hotel?
Le indicó cómo encontrarlo y desapareció entre el humo.
Eran las seis de la tarde y el sol se suponía en el cielo, aunque las espesas nubes no dejasen ninguna pista. –Nada extraño en Inglaterra- pensó. Dentro del bar siempre era de noche: las máquinas tragaperras hipnotizaban con sus sonidos electrónicos, tres borrachos discutían sobre el Manchester United tirando cervezas, una camarera, baja y rechoncha, servía cerveza oscura y el encargado charlaba con dos hombres sórdidos que parecían habituales.
Se acercaba a la barra cuando descubrió, tras una columna, a un hombre desaliñado que había dejado de tomar notas para mirarle el escote. Se detuvo indignada. Cuando apartó los ojos de sus pechos y notó que ella le observaba, no pudo evitar que sus mejillas pasasen del blanco más pálido a un rojo intenso que le ruborizaba aún más. Había conocido a muchos como él a lo largo de su vida. Roma estaba llena de ellos. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, canoso, con barba de cinco días y ojos pequeños de un color azul casi transparente. Su mirada delataba el idealismo más absoluto y su camisa arrugada la soledad de un pequeño apartamento al sur de la ciudad.
- Paola- dijo mientras acercaba la mano para que se la estrechara.
- Ernest- respondió entre balbuceos cogiendo torpemente su mano.
- ¿Estoy manchada?- dijo irónicamente.
- ¿Cómo?
- Sí, que si estoy manchada. Como no deja de mirar mi blusa…- se le notaba el acento italiano al pronunciar la r y un fuerte carácter al hablar. Era de esas mujeres que te dominan sin que apenas te des cuenta y cuando lo haces, quieres más.
- Ah, no, no, disculpe, disculpe, estaba absorto en mi última novela. Estoy totalmente atascado.
- ¿Así que es usted escritor? De los que prefiere imaginar a vivir. Lo suponía – concluyó en alto -y ¿de qué va? –No parecía que la hubiese oído. Otra vez andaba perdido en aquel canalillo que, aunque prudentemente tapado, no parecía terminar, mientras ella se atusaba su cabellera rubia- El libro, ¿de qué trata? –empezaba a sacarle de quicio tanta obsesión por sus atributos.
- Pues en eso estoy, de un asesinato, pero no sé muy bien qué hacer con los personajes. Escribir es muy divertido: creas los personajes tal y como quieres que sean y luego los destruyes a tu antojo. Por cierto, he notado que no es de por aquí.- Enfundó su pluma para dedicarse más intensamente a la conversación con aquella extranjera de ojos verdes y larga melena rubia que no acababa de secarse.
- Sí, ya lo sé, mi inglés no es perfecto. Soy italiana, de Roma más concretamente. He venido a Manchester a una subasta este viernes en el Grosvenor Casino. Estuve buscando mi hotel durante horas, se ve que el taxista que me trajo hasta aquí estaba algo desorientado. ¿No sabría usted dónde está el Britannia Hotel?
Le indicó cómo encontrarlo y desapareció entre el humo.