Hay geografías que te arrebatan el alma. Entornos que te vampirizan. Que te vacían y te modelan para llenarte por siempre de un tiempo y un espacio de imposible olvido. Al fin, también somos paisajes que pasamos sobre otros. Sólo nos separan de ellos la cadencia del transcurrir. Ocres y azules pueblan una paleta que hubiera embriagado el alma de Monet. Una implacable agresión impresionista en la que la fuerte luz sobre los objetos desplaza a las formas. La Punta Durnford, en la Playa de La Sarga, es el extremo sur de la Península de Ad Dakhla. La espalda al mar, uno se encuentra en la entrada del desierto. En la entrante del Sahara, que eso significa en árabe Ed Daajeila es Saharia. Absoluta soledad para invisibles segunderos que de sed han quedado quietos. Grandiosa y envolvente burbuja herida de sol, detenida por el tiempo, donde las olas construyen encrespados picachos blancos cuando se acercan a la orilla. A más de dos kilómetros de la colina donde me encuentro, que aquí los ojos no temen al horizonte, las pupilas se rinden hipnotizadas ante planicies de arena moteadas por lagunas teñidas del rosa de las colonias de flamencos. Y los macizos salvajes de plantas crasas que nunca han tenido miedo al sudor, el viento o la sal gozan esa libertad que todos hubiéramos querido tener como amante. Agua y silicio, dos de los elementos más abundantes en el planeta. Estoy con ellos y en ellos. Y sé que soy muy poco más que una frágil jarra derramándose en la aridez.
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