Luego de que las dos direcciones clandestinas del Partido Comunista fueran masacradas por la DINA en mayo y diciembre de 1976, un militante de Valdivia que se hacía llamar Santiago asumió la tarea de reorganizar a los distintos frentes para que trabajaran en un objetivo común: “derrocar a la dictadura”. Según él, la nueva Dirección se había instalado en la Unión Soviética y transmitía instrucciones que poco y nada tenían que ver con la situación que vivía el país. Así es que Santiago decidió enviar a un emisario con un par de mensajes, el más importante, que “los militantes en Chile se estaban muriendo de hambre”. La misión fue un éxito y el hombre regresó con toda una red clandestina para internar la ayuda internacional. Un año después, en 1978, otro militante viajaba a Moscú en su representación, esta vez para discutir acerca de los plenos y la conformación del Comité Central que no incluía a nadie “del interior”. Los dirigentes “del exterior” volvieron a mostrarse comprensivos, pero en 1979 otra serie de decisiones tomadas “sin consultar” llegaba desde la URSS por radio. Entonces Santiago decidió enviar al mejor de sus hombres. Humberto llegó a Moscú a mediados de 1979 dispuesto a concretar la formación de un solo partido y una sola dirección, y durante varios días tuvo que soportar las duras palabras que los dirigentes usaban para referirse a su jefe: Santiago era un prepotente y un dictador; un hombre que no tenía límite para inmiscuirse en las cosas ajenas. Un tipo que creía que se mandaba solo y al que, para colmo, nadie había visto. Entonces Humberto Arcos, el narrador de esta Autobiografía, decidió salir en su defensa y declarar: “Camaradas, el compañero Santiago soy yo”.
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