Bajo Cero, es un libro claustrofóbico, inquietante, seductor. Por la oscuridad y contundencia de sus versos, por la naturalidad de sus confesiones y por la textura y plasticidad de sus imágenes. Es un poemario que explora con astucia el lado siniestro del hombre mediante tres voces que se alternan y en pocas ocasiones se juntan. A estas voces que novelan el poemario las hermana tres obsesiones: el espanto al poder, la tiranía y el dolor del desarraigo.
Hay dos “Yo” poéticos muy marcados, que son la madre y la hija. La otra voz, es un fantasma, un espíritu desquiciado que aprovecha su retórica del horror para denunciar, estremecer, como en Versos de un soldado, acaso el poema más violento del libro:
Esta mañana en el espejo advertí un perfil velado /esa mirada inquisidora devasto el vuelo de mariposas que habitaban en mis ojos /el rictus de esos adustos labios desvaneció el reflejo de mi sonrisa: /-Un niño, sonriendo me entregó sus pupilas -/En mis manos aflora la tibieza de su sangre; /para disipar el aroma las lavo con agua bendita...
Y causar controversia en Signo; el más hermético.
La Madre es la voz conciliadora, que entiende la maldad de esa “madre purísima”; un ente superior y patético. También es la voz de la tristeza, el desamparo: “la montaña crece para dejarme pequeña”.
La hija es la voz cínica implacable que se emancipa, es la muchacha mala del libro: Me nace el talento de la puta de Caylloma/en Lima hace frío pero la putería lo calienta todo/ el lunar de mi pecho contabiliza los minutos que circulan como cuerdas/ en la habitación de paredes de papel, hay un hombre y otra mujer que gimen/ buscamos un agujero donde filmar/a la salivada Eva engarzada al macho.
La Hija, humaniza a esa madre para enfrentarla: “… Entre nosotras ya no ciñen trayectos/es uno el punto de la execración /ella extinguida en un madero que se astilló con el tiempo/yo encallecida/ recuso su identidad”.
Estamos ante un libro difícil pero bello, un libro donde la muerte no es el fin, sino es el comienzo de un viaje al dolor y a la soledad.
Hay dos “Yo” poéticos muy marcados, que son la madre y la hija. La otra voz, es un fantasma, un espíritu desquiciado que aprovecha su retórica del horror para denunciar, estremecer, como en Versos de un soldado, acaso el poema más violento del libro:
Esta mañana en el espejo advertí un perfil velado /esa mirada inquisidora devasto el vuelo de mariposas que habitaban en mis ojos /el rictus de esos adustos labios desvaneció el reflejo de mi sonrisa: /-Un niño, sonriendo me entregó sus pupilas -/En mis manos aflora la tibieza de su sangre; /para disipar el aroma las lavo con agua bendita...
Y causar controversia en Signo; el más hermético.
La Madre es la voz conciliadora, que entiende la maldad de esa “madre purísima”; un ente superior y patético. También es la voz de la tristeza, el desamparo: “la montaña crece para dejarme pequeña”.
La hija es la voz cínica implacable que se emancipa, es la muchacha mala del libro: Me nace el talento de la puta de Caylloma/en Lima hace frío pero la putería lo calienta todo/ el lunar de mi pecho contabiliza los minutos que circulan como cuerdas/ en la habitación de paredes de papel, hay un hombre y otra mujer que gimen/ buscamos un agujero donde filmar/a la salivada Eva engarzada al macho.
La Hija, humaniza a esa madre para enfrentarla: “… Entre nosotras ya no ciñen trayectos/es uno el punto de la execración /ella extinguida en un madero que se astilló con el tiempo/yo encallecida/ recuso su identidad”.
Estamos ante un libro difícil pero bello, un libro donde la muerte no es el fin, sino es el comienzo de un viaje al dolor y a la soledad.