BAJO LA OSCURIDAD
CAPÍTULO IAño 1822
La niebla cubría todo el camino. Me arropé más en mi capa y me tapé la cara con una bufanda. Mis heladas manos no conseguían entrar en calor a pesar de llevar guantes.
Arrastraba mi pesada maleta deslizándola por los charcos helados del empedrado. Mis botines resbalaban y más de una vez estuve a punto de caerme.
Quedaba menos tramo hasta llegar al Castillo del amo. Nunca había estado en estos parajes. Mi abuela al quedarme huérfana, me dejó al cuidado del párroco, en la aldea donde nací.
Por desgracia recibimos una carta en la rectoría, informándonos que el ama de llaves del Castillo, mi abuela, había fallecido junto con su señor, en extrañas circunstancias.
Me rogaba el nuevo heredero que acudiese lo antes posible, ya que era la sucesora del cuidado de sus dependencias y sus tierras.
Tarde o temprano sabía que debería ocupar el lugar de mi difunta abuela. Nuestra familia siempre ha sido la responsable de la guarda y custodia del Castillo, desde su primer morador hace cientos de años.
Esta unión entre amos y señores ha sido un vínculo sagrado, pactado con la mezcla de nuestras sangres.
Temo por mí, nunca he salido de la parroquia y la humilde aldea, donde me he sentido feliz y querida por todos los aldeanos y por mi padre adoptivo. He llevado una vida muy recatada en mis dieciséis años. Dedicada al cuidado de mis adorables vecinos. He aprendido las artes de la curación con hierbas medicinales, a copiar manuscritos, leer en varias lenguas, elaborar recetas alimenticias, bordar con esmero, interpretar la música al piano y dar todo mi amor a mis seres queridos.
Cuando recibimos el mensaje, el párroco se llevó un gran disgusto, soy más que una hija para él y me quiere como tal. Los dos abrazados, derramamos lágrimas por el dolor de la inminente separación.
Ofreció una misa muy emotiva para reunirnos a todos los feligreses y rogar por mi alma, que Dios me protegiera y me guiara, en el camino que me tenía preparado.
Mientras recogía mis escasas pertenencias de ropa, mi adorable padre, me regaló unos cuantos libros muy extraños sobre sucesos sobrenaturales.
-Hija mía, algún día podrán servirte.
Siento tanto dolor en mi alma por esta separación, que lo único que me queda, es darte toda mi bendición y que el Todopoderoso te proteja en su infinita sabiduría.
-Padre, siempre os llevaré en mi corazón y también rezaré para que gocéis de buena salud y os cuidéis ahora que no estaré yo.
Nos abrazamos con todo nuestro cariño muy emocionados.
Escuchamos a los parroquianos llamarnos para que bajáramos a celebrar una comida en mi honor.
Sonreímos y disfrutamos de las atenciones que todos nos dispensaron. Cada familia ofreció: Panes, asados, frutas selectas, dulces y sus mejores vinos.
Me rogaron que tocara el piano y cantara para amenizar la despedida. Para mí era un placer complacerlos. Elegí melodías alegres y divertidas. No deseaba embargarles con tristeza.
Terminamos al anochecer y con grandes besos y abrazos me despedí de todos ellos. Al amanecer partiría hacía mi nueva vida.
-Hija mía acompáñame a la Iglesia y juntos ofreceremos una plegaría al Santísimo. No deseo inquietarte pero no quiero que te sientas desamparada. Ojalá pudiera ir contigo mi pequeña Anabella, para cuidarte en el Castillo. Dios me ha dado otro encargo y no puedo abandonar a mis feligreses. Me debo a ellos en cuerpo y alma.
-Lo sé padre. No debéis preocuparos por mí. Me habéis preparado muy bien para el fin, al que sabíamos que tarde o temprano tendría que acudir. Pensaré en los buenos y sabios consejos que me habéis inculcado y sabré adaptarme a mi nuevo hogar.
Cogidos del brazo entramos en la Iglesia, con las velas encendidas y arrodillados, rezamos un rosario.
Nos retiramos cada uno a sus aposentos y ya no nos volveríamos a ver. No soportábamos la separación y era mejor que en la madrugada no nos encontráramos cuando me marchara a tierras lejanas.
CAPÍTULO IAño 1822
La niebla cubría todo el camino. Me arropé más en mi capa y me tapé la cara con una bufanda. Mis heladas manos no conseguían entrar en calor a pesar de llevar guantes.
Arrastraba mi pesada maleta deslizándola por los charcos helados del empedrado. Mis botines resbalaban y más de una vez estuve a punto de caerme.
Quedaba menos tramo hasta llegar al Castillo del amo. Nunca había estado en estos parajes. Mi abuela al quedarme huérfana, me dejó al cuidado del párroco, en la aldea donde nací.
Por desgracia recibimos una carta en la rectoría, informándonos que el ama de llaves del Castillo, mi abuela, había fallecido junto con su señor, en extrañas circunstancias.
Me rogaba el nuevo heredero que acudiese lo antes posible, ya que era la sucesora del cuidado de sus dependencias y sus tierras.
Tarde o temprano sabía que debería ocupar el lugar de mi difunta abuela. Nuestra familia siempre ha sido la responsable de la guarda y custodia del Castillo, desde su primer morador hace cientos de años.
Esta unión entre amos y señores ha sido un vínculo sagrado, pactado con la mezcla de nuestras sangres.
Temo por mí, nunca he salido de la parroquia y la humilde aldea, donde me he sentido feliz y querida por todos los aldeanos y por mi padre adoptivo. He llevado una vida muy recatada en mis dieciséis años. Dedicada al cuidado de mis adorables vecinos. He aprendido las artes de la curación con hierbas medicinales, a copiar manuscritos, leer en varias lenguas, elaborar recetas alimenticias, bordar con esmero, interpretar la música al piano y dar todo mi amor a mis seres queridos.
Cuando recibimos el mensaje, el párroco se llevó un gran disgusto, soy más que una hija para él y me quiere como tal. Los dos abrazados, derramamos lágrimas por el dolor de la inminente separación.
Ofreció una misa muy emotiva para reunirnos a todos los feligreses y rogar por mi alma, que Dios me protegiera y me guiara, en el camino que me tenía preparado.
Mientras recogía mis escasas pertenencias de ropa, mi adorable padre, me regaló unos cuantos libros muy extraños sobre sucesos sobrenaturales.
-Hija mía, algún día podrán servirte.
Siento tanto dolor en mi alma por esta separación, que lo único que me queda, es darte toda mi bendición y que el Todopoderoso te proteja en su infinita sabiduría.
-Padre, siempre os llevaré en mi corazón y también rezaré para que gocéis de buena salud y os cuidéis ahora que no estaré yo.
Nos abrazamos con todo nuestro cariño muy emocionados.
Escuchamos a los parroquianos llamarnos para que bajáramos a celebrar una comida en mi honor.
Sonreímos y disfrutamos de las atenciones que todos nos dispensaron. Cada familia ofreció: Panes, asados, frutas selectas, dulces y sus mejores vinos.
Me rogaron que tocara el piano y cantara para amenizar la despedida. Para mí era un placer complacerlos. Elegí melodías alegres y divertidas. No deseaba embargarles con tristeza.
Terminamos al anochecer y con grandes besos y abrazos me despedí de todos ellos. Al amanecer partiría hacía mi nueva vida.
-Hija mía acompáñame a la Iglesia y juntos ofreceremos una plegaría al Santísimo. No deseo inquietarte pero no quiero que te sientas desamparada. Ojalá pudiera ir contigo mi pequeña Anabella, para cuidarte en el Castillo. Dios me ha dado otro encargo y no puedo abandonar a mis feligreses. Me debo a ellos en cuerpo y alma.
-Lo sé padre. No debéis preocuparos por mí. Me habéis preparado muy bien para el fin, al que sabíamos que tarde o temprano tendría que acudir. Pensaré en los buenos y sabios consejos que me habéis inculcado y sabré adaptarme a mi nuevo hogar.
Cogidos del brazo entramos en la Iglesia, con las velas encendidas y arrodillados, rezamos un rosario.
Nos retiramos cada uno a sus aposentos y ya no nos volveríamos a ver. No soportábamos la separación y era mejor que en la madrugada no nos encontráramos cuando me marchara a tierras lejanas.