No sabemos en qué momento dejó de escribir versos Miguel Hernández: los escribía cuando viajó a Rusia y a otros países europeos (en el otoño de 1937); los propagó en los frentes de batalla, como grito (Andaluces de Jaén…); entregó a versos el torbellino de sus pasiones, tristezas y entusiasmos; se refugió en ellos para ver cuanto más profundo más despacio y más limpio, y desde luego se acompañó de versos cuando inició su calvario de cárceles, prisiones y procesos, al término de la guerra civil. Muchos de los versos que luego pasarán al Cancionero y Romancero de Ausencias hubieron de escribirse cuando nació su primer hijo (en diciembre de 1937); desde luego son abundantes los que provocó su temprana muerte, a los diez meses (en octubre de 1938). Desde entonces a mayo de 1939, cuando se le vuelve a encarcelar en Orihuela, los sucesos históricos y los acontecimientos familiares se mezclan confusamente. En la cárcel de Orihuela le visita Josefina, su mujer; en medio del comercio de ropas, alimentos, cartas, etc. Miguel le entrega un cuadernillo, con la indicación de que lo guarde bien. Probablemente pensaba, sobre ese corpus breve, desordenado y frágil, rehacer su inspiración más tarde, algún día, para publicar un nuevo libro, que habría de llamarse —pues el título consta— Cancionero y romancero de ausencias. Pero no fue así; en las cárceles donde alarga la llama el odio / y el amor cierra las puertas no habrá más tiempo que el de la lucha para la liberación y, al cabo, la derrota definitiva, la muerte. Solo en algún momento posterior, al final de su periodo carcelario, parece haber redactado varios poemas nuevos; entre ellos, algunos verdaderamente significativos, como las llamadas «Nanas de la cebolla».
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