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    Carlos Broschi

    Por Eugène Scribe

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    Entrï en el salïn una joven y detövose ante el sofÞ, donde dormêa Juanita con un sueío penoso y agitado. Hacêa un calor asfixiante, y la joven abriï con precauciïn las ventanas del aposento. Desde æstas divisÞbase la ciudad de Granada y su incomparable vega. A la derecha, y sobre las ruinas de una mezquita, se elevaba la iglesia de santa Elena, frente a la cual un parque a la francesa extendêa sus simætricas calles; magnêficas fuentes octïgonas dejaban oêr el murmullo de sus aguas en los sitios donde se ostentaban en otros tiempos los bellos jardines del Generalife, y en cuyos alminares habêa flotado el estandarte de los Abencerrajes. A la sazïn, el viejo palacio de los reyes moros servêa de morada de retiro, y bien pronto, quizÞ, de tumba a una joven que dormêa, pÞlida y fatigada, sobre su lecho de dolor. Juanita, condesa de Pïpoli, apenas contaba veinticinco aíos, y su belleza, cælebre en las cortes de NÞpoles y de Espaía, hizo que los pintores de aquel tiempo le dieran el sobrenombre de la Venus napolitana. Nunca têtulo alguno habêa sido tan merecido; porque, a una fisonomêa encantadora, reunêa una sonrisa tan graciosa, que nada podêa resistir a ese encanto indefinible que procede del alma: celestial belleza que los sufrimientos no habêan podido alterar ni el tiempo destruir. En la æpoca en que el pueblo de NÞpoles hizo esfuerzos inötiles para sacudir el yugo de Espaía, el conde y la condesa de Pïpoli viæronse muy comprometidos, y esta joven, tan dæbil en apariencia, hêzose admirar por su energêa y su valor. Poco despuæs quedï viuda, dueía de su mano y de una inmensa fortuna; rodeÞbanla los mÞs solêcitos homenajes, y sïlo ella parecêa ignorar las riquezas que poseêa y la belleza que tanto la hacêa brillar. Nadie, en efecto, habrêa podido pasar sin estos dones tan bien como ella, pues no los necesitaba para hacerse amar. En el momento en que la conocemos, un ligero sudor cubrêa su frente tersa y pura como la de un Þngel; su pecho oprimido se elevaba con pena; su boca murmuraba un nombre ininteligible, y de sus ojos, cerrados por el sueío, se escapaba una lÞgrima que rodaba por sus mejillas, pÞlidas y nacaradas. La joven que hemos visto entrar en el salïn dio un grito y se precipitï de rodillas junto al canapæ donde reposaba Juanita. Esta despertï, y echando a su derredor una mirada llena de bondad, tendiï la mano a su joven hermana diciændole
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