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    Cartografiando los Andes

    Por Oswaldo Enrique Faverón Patriau

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    El auto nos llevó hasta el final de la carretera; con ella se fue el último vestigio de civilización; después de caminar un trecho hizo su aparición un enorme cañón tan alto que costaba ver su cumbre; en cualquier otro país aquel panorama habría sido un hito turístico, a ser pregonada su belleza al mundo, pero eso no sucede en el Perú, los paraísos perdidos, casi inaccesibles es lo que abundan; la belleza anónima, invisible a la mayoría sobra.
    Sin ningún preámbulo, mi guía caminaba, acostumbrado a hacerlo entre lo más imponente de los Andes, se comportaba tal cual un casanova lo haría caminando entre mujeres hermosas, las miraba a todas y no veía a ninguna, escogía a todas y no se comprometía con ninguna; de repente nuestro primer objetivo fue alcanzado: una escalera natural, hecha de grandes rocas, bañada por un río, que desfogaba su caudal por ese camino; estábamos entrando, al mejor estilo de Indiana Jones, contra la corriente, por aquel embudo delimitado por aquellas gigantescas montañas, era como si estás se desangraran por aquella abertura, como si el agua, que por allí fluía, fuera su sangre; esta venía de las altas e inalcanzables cumbres que divisábamos a lo lejos; y nosotros avanzábamos, movíamos nuestros pesados pies por esas venas naturales hechas de piedras, que le daban forma al río.
    Caminábamos por las mismas entrañas de aquellas enormes montañas, íbamos dejando tras nosotros aquel hermoso y estrecho flujo del agua al que ninguna montaña por grande e imponente que fuera podía detener en su rumbo hacia el Océano Pacífico.
    Allí estaba yo en medio de un mundo perdido, como si éste hubiese sido diseñado por un gran arquitecto, como si alguien hubiese querido hacerlo inaccesible, como sí hubiesen querido ponerle mil candados para que no pudiese ser tocado por nuestra especie, que tantas veces ha sido tan incapaz de distinguir entre civilización y autodestrucción.
    Siguiendo a mi guía, iba hacia la cumbre, fácil resbalar en aquellas circunstancias; sin embargo, el camino se hacía nítido ante nosotros, a pesar de que en realidad no existía.
    Y ahora al abrirse la ruta ante nosotros, abandonaba su estrechez y esta era substituida por un campo, que siempre iba en ascenso pero ya era muchísimo muy amplio; allí estaban los habitantes de aquel inmenso cañón: los caballos, toros y vacas salvajes, tanto lo eran que muchos de ellos no habían visto humano alguno nunca.
    El camino hacia el interior de la montaña nos brindaba un espectáculo que me sobresaltaba; podíamos sentir en la mirada de los animales que estos estaban tan sorprendidos como nosotros, parecían decir: ¿Quiénes son estos seres que entran aquí, a nuestro hogar? ¿Qué quieren? Y más de uno de ellos se decidió a retarnos, se plantaron atrevidos justo por dónde íbamos a cruzar, como diciendo: «atrévete a pasar».
    Nos retaban con sus miradas, con sus poses guerreras y atrevidas, ¡que show! Nunca había visto a una vaca retando a humanos; pero, si bien yo me deba el lujo de admirar lo que no debía admirar, mi guía estaba atento a la acción que se debía de tomar, con su honda los alejaba; las piedras que lanzaba pasaban cerca de ellos, pero sin tocarlos, quería intimidarlos, no enfurecerlos; finalmente los animales, uno por uno, se iban y nos dejaban el camino libre para avanzar.
    Nuestra presencia era un escollo que trastocaba aquel ecosistema perfecto, donde los animales que siempre estuvieron habían aprendido a existir con caballos y vacas, que en alguna oportunidad fueron traídos por los conquistadores españoles hacía ya mucho tiempo; estos se habían adaptado muy bien a las duras condiciones de estas altas montañas.
    Seguíamos caminando, buscábamos a los pocos ermitaños, si los había, o eventuales habitantes humanos, que muy esporádicamente venían a esta zona, a cuidar sus animales que vivían en libertad en el cañón.
    Avanzábamos por este mundo congelado en el tiempo, petrificado en las rocas, mimetizado con el cielo.
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