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    Ciclon

    Por FERNANDO GONZALEZ ANDRADE

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    Hace muchos años, muchos, había un pequeño pueblo al noreste del estado de Durango, llamado El Refugio, y su situación geográfica no era ningún privilegio respecto a los demás pueblos, ranchos, villas, y ejidos circunvecinos, pues se encontraba algo apartado, por no decir escondido de los demás y cómo a 15 kilómetros del camino principal conocido entonces cómo Camino Real, dada la importancia de este camino cómo arteria vial. Este Camino Real pues, unía varios ranchos y ejidos de más o menos importancia y entroncaba al fin con una carretera llena de baches y parches que iba a Torreón, Gómez Palacio y Lerdo; ciudades con mucho auge comercial unidas entre sí por aquel importantísimo medio de transporte: el romántico tranvía.
    Toda esta vasta extensión territorial ya era conocida cómo Región Lagunera, pues los ríos Agua- naval y Nazas irrigaban toda esta área en una de canales, tajos y acequias, llevando su vendito líquido hasta los lugares más recónditos, tales como El Refugio, convirtiendo a esa área en todo un oasis, ya que por naturaleza todo el norte del estado de Durango es semidesértico.
    A pesar de su aislamiento El Refugio sí se podía considerar privilegiado respecto a otros pueblos de esa área pues contaba con un centro cívico, típico de la mayoría de los pueblos provincianos cómo lo era una plaza con árboles muy altos; sabinos, álamos y fresnos, que aunque muy viejos y muy terrosos, estaban muy frondosos; pues agua no les faltaba.
    La placita aquella lucía corredores muy limpios enfilados por bancas de madera y mármol, cortesía de los frailes que construyeron la parroquia Del Refugio, patrona del pueblo y que dio origen a su nombre.
    A pesar de que el tiempo ya enseñaba su paso en aquellas añejas y terrosas canteras de esta parroquia, el delicado arte de recias manos de antaño prevalecía en todas las figuras esculpidas en aquellas piedras a todo lo ancho y a todo lo alto de los pilares que rodeaban la explanada frontal del atrio, arte que se apreciaba también en la hermosa arquitectura alrededor de la gran puerta frontal e iba hasta lo más alto de sus torres donde el incesante revolotear de las palomas espantadas por el tañer de las campanas daban un toque romántico y muy especial a las soleadas tardes a la hora del rosario.

    Por el otro frente de la plaza, en la calle hasta el otro lado opuesto de la Iglesias estaba aquel alto edificio de adobe de dos pisos; viejo terrosos y despintado que al parecer en sus buenos tiempos fue amarillo, después verde y luego otra vez amarillo a juzgar por algunas descarapeladas en lo alto de sus paredes; este edificio ocupaba toda la cuadra y tenía en su parte baja un gran portalón que iba a lo largo de toda la finca, sostenido por una fila de gruesos, altos y redondos pilares también de cantera unidos allá en lo alto en forma de arco, y es por eso que a ese lugar allí frente a la plaza se le conocía como: Los Arcos.

    Es difícil imaginar que en un pueblo cómo este hubiera un hotel, pero los hermanos Rodríguez que para entonces eran los dueños de este gran edificio allí frente a la plaza le sacaban provecho rentando los cuartos de arriba, y la verdad es que casi nadie ocupaba; fuera de uno que otro merolico o cachivachero barato que se aventuraban a vender por todas aquellas rancherías, tomando el hotel como centro de operaciones, los unos a vender desde víseles para retrato, hasta cortes y retazos de tela; y los otros desde brillantinas y cremas, hasta pomadas que lo curaban todo, asì como tónicos levanta muertos.
    Algunos de éstos merolicos contaban con sus camionetas de sonido; Pakard, De Soto, Estudebaker, International, sin faltar el popularísimo Foringo; muebles, que dadas sus posibilidades económicas, los compraban muy viejos y algo baratos, allá de los yonques del ‘Otro Cachete’ (así llamaban ellos a Los Estados Unidos) pero sin duda alguna, eran muebles muy buenos pues casi no se les descomponían. En la cajuela de estas unidades ellos colocaban un generador de energía e
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