Fumar, beber alcohol, consumir otras drogas, jugar a tragaperras, comprar sin control, son comportamientos a los que resulta fácil habituarse. Producen satisfacción o consiguen, un momento al menos, que la vida nos parezca más llevadera. Esa satisfacción inmediata, el alivio momentáneo que proporcionan, nos sirve de justificación para repetir el comportamiento. Quitamos importancia a sus aspectos negativos, en caso de reparar en ellos. Y sobrevaloramos, fijamos nuestra atención, en los positivos. Así reforzamos aún más estos comportamientos, porque en próximas ocasiones nuestra atención resaltará automáticamente sus efectos positivos. Incluso ya antes de realizarlos alivian nuestra ansiedad por sus efectos esperados. Y, al contrario, si intentamos no realizarlos aumenta nuestra ansiedad, requiere de toda nuestra atención y motivación, supone un gran esfuerzo. Por eso repetimos estos comportamientos o conductas. Y poco a poco, sin apenas darnos cuenta, vamos convirtiendo conductas problemáticas en hábitos automáticos. Cuando esto ocurre ya no son tan libres, son conductas que se van apoderando de nuestra voluntad y cada vez nos incomoda más plantearnos sus consecuencias. Las vamos considerando parte de nuestra identidad, de nuestra libertad. Bebemos porque nos apetece, nos gusta, nos sienta bien, lo merecemos, nos da la gana… y no se hable más.
Así es como algunos hábitos se van convirtiendo en adicciones. Podemos seguir ignorando o minimizando los perjuicios que nos provocan, pero con el tiempo, con su repetición, se van multiplicando sus efectos nocivos. Hasta que terminan afectando claramente a nuestra salud, relaciones, economía, autoestima…
Así es como algunos hábitos se van convirtiendo en adicciones. Podemos seguir ignorando o minimizando los perjuicios que nos provocan, pero con el tiempo, con su repetición, se van multiplicando sus efectos nocivos. Hasta que terminan afectando claramente a nuestra salud, relaciones, economía, autoestima…